El hábito penitencial es el atuendo con el que los cofrades nos vestimos para participar principalmente en los actos procesionales, quedando reglamentados los elementos que lo conforman en nuestros Estatutos:
El hábito de los Hermanos será blanco (llevando en la parte superior izquierda el emblema de la Cofradía) con capirote verde y muceta verde, ostentando en la parte anterior de la muceta el emblema de la Cofradía. El cordón-ceñidor, con siete nudos, será verde y colgará por el lado izquierdo. Los zapatos, calcetines y guantes, negros. El hábito penitencial de la Cofradía debe servir de mortaja a los Hermanos.
Artículo 5º de los Estatutos vigentes de la Cofradía
El hábito, es pues la vestimenta por antonomasia del cofrade, poseyendo por ello unos valores que son irrenunciables ya que, por una parte, manifiesta nuestro carisma al referir a los orígenes, a la particular espiritualidad con la que vivimos la fe y a la misma misión que tenemos encomendada. Con él nos identificamos como miembros integrantes de la Cofradía, igualándonos sin hacer distinciones por ningún tipo de condición ya sea económica o social, de edad, género y ni siquiera de antigüedad. Hace tangible el proyecto común en el que nos hemos embarcado y exterioriza la unión fraterna que nos debe caracterizar.
A su vez, se establece como elemento diferenciador respecto a las demás cofradías y hermandades, pero también con toda persona que nos ve desde la acera. Llevar un hábito en nuestros días no deja ser algo inusual y puede llegar a despertar cierto sentimiento de contrariedad. Y es que su percepción visual en cualquiera de las calles de nuestra ciudad por las que procesionamos «representa la transmutación más radical de valores que se puede anunciar, porque es la negación de la variedad» (García Torralbo, 2009). Es decir, el hábito también proclama su uniformidad diferenciadora: iguales entre quienes pertenecemos a la Cofradía y participamos en sus actos penitenciales, pero distintos entre la variedad del mundo.
Pero ante todo, el hábito es un símbolo de transformación, de conversión a Cristo, de intentar asemejarnos a Él de alguna manera: «Revestíos de Cristo», nos dice San Pablo (Rom 18, 14). Es entonces, cuando el hábito se convierte en símbolo de nuestra vida que nos acompaña desde que somos acogidos en el seno de la Cofradía rememorando la vestición bautismal, hasta, incluso, nuestra muerte usándolo como mortaja. En definitiva, es el distintivo de lo que somos y lo que creemos, lo que pensamos y lo que defendemos.
- I) Buscando el origen de la vestimenta penitencial entre los antiguos disciplinantes y flagelantes
- II) La "túnica de nazareno" y la influencia del gusto romántico en la evolución de la indumentaria cofrade
- III) Blanco y verde: los colores de la Juventud Masculina de Acción Católica, los colores de nuestro hábito
- IV) "Una túnica sin costura, tejida toda de una pieza de arriba abajo" (Jn 19, 23)
- V) El capirote, elemento de duelo y penitencia con el que los cofrades nos acercamos al Cielo
- VI) El tercerol, la prenda de cabeza tradicional de los portadores de los pasos de nuestra tierra
- VII) Ataviarse con mantilla, otra forma de seguir a Cristo por las calles de Zaragoza
- Referencias Bibliográficas
I) Buscando el origen de la vestimenta penitencial entre los antiguos disciplinantes y flagelantes
![Flagelante infligiéndose su penitencia en Zaragoza, “So schlagen sich(?) die Männer im Königreich Saragossa um ihrer Buße [willen]”. Lámina 28 del “Das Trachtenbuch” de Christoph Weiditz, Germanisches Nationalmuseum Nürnberg, Hs. 22474 [Dominio Público]](https://www.cofradiasietepalabras.org/wp-content/uploads/Foto-Identitarios-Disciplinantes.jpg)
Para encontrar el origen del hábito penitencial usado en las procesiones de Semana Santa hay que remontarse a los comienzos del movimiento asociativo cofrade que, indiscutiblemente, se encuentra relacionado con el nacimiento en 1259 de los Disciplinati di Gesù Cristo, un colectivo fundado en la localidad italiana de Perugia por un eremita llamado Raniero Fasani, y cuyas prácticas no tenían como fin la conmemoración histórica de la Pasión de Cristo sino su reactualización, incorporando para ello prácticas de fustigación con las que «invivir en sus propios cuerpos los dolores de Jesús» (Galtier Martí, 2017). Extendidos por toda Italia, a partir del siglo XIV crearon para sus actos y procesiones una particular teatralización, comenzando a adquirir el attrezzo necesario que, lógicamente, guardaría cierta similitud con las vestimentas de algunas órdenes religiosas, caracterizándose su indumentaria por el uso de una túnica de color blanco o, acaso, gris ceniza (posteriormente se incorporarían las de otros colores, especialmente negras y rojas) que dejaba la espalda al descubierto, ciñéndose con un cíngulo con nudos, cubriéndose la cabeza con una especie de capuchón que preservara el anonimato y, por supuesto, llevando un flagelo y un libro de oficios o de laudes con los que orar.
Con prácticas aparentemente similares surgiría en 1349 (año marcado por la aparición de la gran pandemia de peste negra que se cobró la vida de más de un tercio de la población europea, siendo interpretada fanáticamente como un castigo divino) otro gran movimiento en Centroeuropa, principalmente en Austria y Hungría, y que se propagaría rápida y masivamente por Alemania y Países Bajos. Estos flagelantes acudían ex profeso desde diferentes lugares para reunirse en un municipio concreto (aprovechando que en el mismo iba acontecer alguna celebración religiosa o evento civil de gran relieve), entrando en procesión precedidos por una cruz y portando algunos cirios y estandartes. Todos ellos se colocaban por encima de sus ropas ordinarias una capa blanca que recibía el nombre de cloche que se adornaba con una cruz roja tanto en el anverso como en reverso, quedando ceñida por un cinturón en donde se portaba el flagelo o azote, realizado con cuerdas a las que se les hacía nudos en los que se colocaban puntas de hierro. La indumentaria se completaba con un capuchón para cubrir la cabeza y, encima, un sombrero con otra cruz roja pintada. Y una vez llegados al sitio establecido y formando un círculo, se desnudaban cubriéndose solo con un lienzo, comenzado la flagelación entonando cánticos y responsorios.
Es relevante recalcar, como hace Vandermeersch (2004), la notable diferencia entre disciplinantes y flagelantes, dos términos que durante siglos se han considerado sinónimos en el léxico cofradiero. Los primeros eran laicos que se encontraban asociados dentro de la Iglesia, celebraban funciones religiosas e, incluso, desarrollaban una labor de asistencia social; únicamente se auto-infringían en público en muy determinadas y concretas ocasiones, durante un tiempo determinado o con un número máximo de golpes, quedando todo el ritual ordenado y regulado, es decir, quedando bajo la disciplina de unas normas. Por contra, los flagelantes eran mayoritariamente hostiles al clero, realizaban sus prácticas con desmesura entre multitudes ocupando cualquier espacio público con total descontrol. De hecho, mientras que los primeros recibirían el reconocimiento de la Iglesia, promulgando pontífices y prelados bulas e indulgencias para fomentar su práctica, los segundos se encontraron con la oposición tanto de las autoridades civiles como eclesiásticas, llegando incluso a que Clemente VI declarara el movimiento como hereje, siendo sancionados en el Concilio de Constanza celebrado entre 1414 y 1418.
En España, la costumbre de azotarse durante el tiempo de Cuaresma y Semana Santa pudo introducirse a través de mercaderes genoveses, contando con el apoyo de órdenes religiosas como franciscanos, jesuitas y dominicos. Precisamente, la figura de uno de los más eminentes dominicos de la época, el valenciano san Vicente Ferrer, sería fundamental para la difusión de estas prácticas puesto que muchos de sus sermones versaban sobre la penitencia como parte de la conversión interior del hombre hacia Dios, como expiación sacramental por la que son perdonados los pecados, y como medio de ascesis externa, incitando expresamente a practicar la autoflagelación, tal y como por ejemplo, pronunciara en el mes de septiembre de 1411 en la villa segoviana de Ayllón (donde precisamente se encontraba la Corte para firmar el tratado de paz entre los reinos de Portugal y Castilla): «E, por ende, buena gente, dexat la mala vida e los pecados e fazed penitencia, dando de comer al ánima, vestiendo çiliçio e çiñendo una cuerda sobre la carne e açotándovos con disciplinas, e ayunar e dormir en tierra e andar descalços, non vestir camisas».
Vinculada la penitencia de sangre a las celebraciones populares de la Semana Santa, encontrando en Medina del Campo, Jaén, Santander o Barbastro algunas de las ciudades en las que con más antigüedad se atestigua este tipo de actividad, también en Zaragoza existían procesiones de este tipo.
Así, en 1529 durante la visita de Carlos V ya consta una procesión de disciplina que llegaba al monasterio de Santa Engracia de la que dejaría constancia el pintor Christoph Weiditz que formaba parte de su séquito al dibujar a uno de los personajes que componían el cortejo en una lámina titulada «Así se pegan los hombres en el reino de Zaragoza por amor a su penitencia». La misma ha sido recientemente analizada por García de Paso (2014), haciendo una descripción de su curiosa indumentaria: «Muestra un hombre fuerte vuelto de espaldas que le sangran por la acción de la penitencia corporal que se ha infringido. El hombre casi desnudo, viste una falda corta hasta la rodilla de color blanco que se anuda al lado derecho. Guarda su anonimato cubriendo el rostro con un velo blanco que se ata con una cinta por detrás de la cabeza dejando ver el cabello de color castaño. Su brazo izquierdo reposa la mano el pecho, mientras con la mano del brazo derecho sujeta una maza llena de pinchos con la que se golpea la espalda. Los pies están descalzos».
Similar presencia de disciplinantes podemos encontrar en el convento de San Agustín bajo la organización de la Hermandad de la Sangre de Cristo, tanto en una procesión claustral que se repetía durante cada domingo de la Cuaresma, como públicamente en la procesión que salía en la noche del Jueves Santo y que, encabezada por un crucifijo, partía desde el citado convento donde, desde al menos el año 1554, tenía establecida su sede la Hermandad, yendo «a la Seo por casa de doña María Carinyena; de la Seo a Nuestra Señora del Pilar y a Sanct Antón, Sanct Pablo y por la Cedacería arriba al Coso a Sanct Francisco, al Spital, a Sanct Gil, Sanct Pedro, volviendo por la calle de la Magdalena al mentado Monasterio».
Pero además, constan asimismo otras dos cofradías que celebraban actos similares. Por una parte, Fray Diego Murillo referencia que la Cofradía de la Vera Cruz, fundada en el Convento del Carmen Observante en torno al Lignum Crucis regalado en 1450 por la reina doña María (esposa de Alfonso V el Magnánimo), celebraba procesión de disciplina los días de Jueves Santo, 3 de mayo y 14 de septiembre. A la misma pertenecían cofrades que eran «lo más lúcido y principal de la ciudad» que se adherían, entre otros aspectos, para conseguir las gracias e indulgencias concedidas vivae vocis oráculo por Paulo III para quienes participasen en las procesiones del Viernes Santo de la Cofradía de la Vera Cruz de Toledo y, por agregación, a sus homólogas en advocación, legitimando, de esta manera, la presencia de los disciplinantes en las procesiones al conceder «a cada uno de los cofrades de la cofradía de disciplinantes o de la Sancta Cruz, llamados de la Penitencia, así hombres como mujeres, de cualquier estado y condición que sean, quienes el día de Viernes Santo de la semana mayor, procesionan disciplinándose, y todos los que con cirios u otras luces a la misma procesión se asociasen, que estén verdaderamente arrepentidos y confesados, o que tengan el propósito de confesarse, se les concedan todas las indulgencias plenarias y las otras que están concedidas a quienes el Viernes Santo devotamente visitaren las iglesias de Roma o las de extra-muros designadas y las indulgencias y la remisión de los pecados».
Y por otra, la Cofradía de Nuestra Señora de la Soledad fundada en el Convento de la Victoria de la orden de los Mínimos y erigida canónicamente en 1579 por el vicario general de la archidiócesis Pedro Cerbuna del Negro. Según detallaban sus ordinaciones, y hasta finales del siglo XVII o principios del XVIII, organizaban una procesión el Viernes Santo saliendo «en orden con la diçiplina», participando también en ella hermanos de luz que acompañaban y alumbraban a la imagen mariana titular, la cual continuaba el modelo de la talla de bulto encargada en 1564 por la reina Isabel de Valois al escultor jienense Gaspar Becerra para el madrileño convento de los Mínimos, representándola con las manos entrelazadas a la altura del pecho, arrodillada y con la cabeza inclinada hacia el suelo.
Si bien se desconoce con exactitud documental la vestimenta que estos disciplinantes podían llevar en nuestra ciudad, constando eso sí que la Hermandad de la Sangre de Cristo tenía en su sede del convento de San Agustín «una arca donde estén las camisas y disciplinas y todos los aparejos para hacer la procesión de los disciplinantes», seguramente no diferiría mucho de la descripción que, en tono jocoso, escribiría el padre Isla:
«Un disciplinante con su cucurucho de a cinco cuartas, derecho, almidonado y piramidal; su capillo a moco de pavo con caída en punta hasta la mitad del pecho; ¿pues qué su tiene ojeras a pespunte rasgadas con mucha gracia? Con su almilla blanca de lienzo casero, pero aplanchada, ajustada y atacada hasta poner en prensa el pecho y el talle. Dos grandes trozos de carne momia, maciza y elevada que se asoman por las dos troneras rasgadas en las espaldas, divididas entre sí por una tira de lienzo que corre de alto a bajo entre una y otra, que como están cortadas en figura oval a manera de cuartos traseros de calzón, no parece sino que las nalgas se le han subido a las costillas, especialmente en los más rechonchos y carnosos; sus enaguas o su faldón campanudo, pomposo y entre plegado. Añádase a todo esto que los disciplinantes macarenos y majos suelen llevar zapatillas blancas con cabos negros, se entiende cuando son disciplinantes de devoción, y no de cofradía, porque a estos no se les permite zapatos, salvo a los penitentes de luz, que son los jubilados de la orden».
José Francisco de Isla y Rojo: «Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas, alias Zotes», lib. III, cap. I, pág. 110-113.
Sin embargo, por inspirar «el disgusto de los prudentes, la diversión y los gritos de los muchachos y el asombro, la confusión y el temor de las mujeres y niños», los disciplinantes fueron prohibidos por Carlos III en 1777, junto a los empalados y «otros espectáculos en las procesiones», si bien han perdurado algunos casos excepcionales como los empalaos de Valverde de la Vera (Cáceres) o los picaos de San Vicente de la Sonsierra (La Rioja).
II) La «túnica de nazareno» y la influencia del gusto romántico en la evolución de la indumentaria cofrade

Con la fundación de cofradías y hermandades cuya misión principal es la celebración de los misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo, se van a incorporar a las procesiones participantes que cumplirán funciones tan diversas como las de iluminar, portar estandartes y enseres o llevar en andas imágenes. De este modo se establecerá una clara diferencia con los disciplinantes, cuya indumentaria no va a variar considerablemente hasta su desaparición, y el resto de hermanos de luz o de insignias que van a comenzar a ataviarse de un modo particular y diferenciado, generalizándose el uso de túnicas cuyo color variaba según el origen o la advocación de la corporación, adoptándose el negro en las hermandades de la Vera-Cruz y en aquellas relacionadas de alguna manera con la muerte (por ejemplo, por hacerse cargo de la recogida de cadáveres), morado en las de Jesús Nazareno, blanco en las de las Siete Palabras, marrón o pardo para las fraternidades seglares franciscanas.
Tras las introducciones promovidas por el Concilio de Trento en el siglo XVI, como la obligatoriedad de regirse las cofradías por unas reglas o estatutos aprobados por la autoridad eclesiástica o la necesaria presencia de una imagen de Cristo o de la Virgen en los cortejos procesionales, comienzan a utilizarse vestimentas que permitan identificarse con la propia imagen venerada. De este modo, la sevillana Cofradía de Jesús Nazareno (el Silencio), fundada en el año 1340, fijó para sus cofrades un atuendo con el que se presentasen de una forma similar a la estampa del mismo Cristo caminando, consistente en una túnica morada, cabellera vegetal cubriendo el rostro, corona de espinas y soga de esparto del cuello a la cintura, además de ir descalzos y cargar una cruz.
Atuendo que iría evolucionando durante el barroco, de tal modo que pronto se incorporarían nuevos elementos, dando origen a lo que en muchos lugares se conocerá como la túnica de nazareno. Así, la sevillana Hermandad de la Hiniesta reglamentaba en sus reglas de 1565 la uniformidad con la que debían asistir sus hermanos a la procesión llevando «túnica de angeo ó de presilla, é que otro más delgado lienzo no pueda ser, con un capirote redondo, é una cinta de baqueta, fasta abajo, é un escapulario negro con nuestra insignia, é de media pierna abajo, descalzo, é el que estuviere enfermo, pueda llevar un alpargate» (Carrero Rodríguez, 1984).
La sustitución de aquellas andrajosas cabelleras por una prenda de cabeza elegante, luctuosa y penitencial como el capirote, resultaría esencial para alcanzar la tan deseada procesión total que conllevara «una puesta en escena efectista, exteriorizante y callejera» (López-Guadalupe Muñoz, 2018) perpetuándose el modelo hasta nuestros días. Buena fe de ello la ofrece la antigua Cofradía de los Sagrados Clavos de Nuestro Señor Jesucristo, Virgen María de los Remedios y San Juan Evangelista (transformada y fusionada con otras corporaciones a lo largo de los siglos hasta acabar siendo popularmente conocida como la de Las Siete Palabras) cuya túnica puede considerarse como la más antigua que ha permanecido en la Semana Santa de Sevilla, puesto que apenas ha sufrido modificaciones desde que el cabildo de 28 de octubre de 1595 aprobase el que sus nazarenos procesionasen con «túnicas blancas de lienço que llegue al suelo y capirotes romos y escapularios colorados, y en ellos la insignia de esta cofradía» (cf. Jiménez Sampedro, 2020).
Con el famoso y transcendente sínodo diocesano de Sevilla celebrado en 1604, convocado por el cardenal Niño de Guevara, se establecerían algunas de las pautas organizativas que aun rigen en la Semana Santa hispalense (tal como la institución del Cabildo de Horas de Salidas, la obligatoriedad de hacer estación de penitencia a la Santa Iglesia Catedral o la consiguiente creación de una carrera oficial), regulándose también aspectos relativos a los cortejos procesionales en los que se debía anteponer la «devoción, silencio y compostura» frente a la frivolidad y los excesos que se estaban cometiendo, estableciendo asimismo unas directrices para la indumentaria al ordenarse que «sean de lienzo basto y sin bruñir, sin botones por delante y atrás, sin guarnición de cadeneta ni de randas, que no tengan brahones ni sean colchadas ni ajubonadas», añadiendo que únicamente quienes todavía ejercitasen la disciplina lo hicieran con el rostro cubierto.
Desmanes aprovechado el anonimato que se irían repitiendo sucesivamente por toda la geografía española hasta tal punto que, tras los incidentes ocurridos en las procesiones madrileñas en 1675, el Consejo de Castilla llegaría a ordenar a todo el reino que los asistentes a las procesiones penitenciales lo hicieran con los rostros descubiertos y sin capirotes, argumentando «que por causa de ir en las cofradías que hacen estación en Semana Santa con los rostros cubiertos sin ser hermanos, van cometiendo semejantes hombres muchas indecencias perjudiciales que en tan santos días tienen los fieles» (cf. Moreno Navarro, 1997). Poco tiempo después y de modo similar, el arzobispo de Zaragoza Diego Castrillo emitiría, en la víspera del Domingo de Ramos de 1686, un edicto epistolar en el que señalaba como preceptivas la decencia en las túnicas y las condiciones para llevar el rostro cubierto o descubierto, advirtiendo además de posibles penas canónicas para quienes incumpliesen estas normas (Domingo Pérez, 2004). Y una década después, en 1695, sería el arzobispo Antonio Ibáñez de la Riva Herrera quien trasmitiera a la Hermandad de la Sangre de Cristo una serie de disposiciones de obligado cumplimiento para la participación en la procesión del Santo Entierro, propagándose dos años más tarde a toda la diócesis al disponerse expresadamente en el sínodo diocesano de Zaragoza de 1697:
«Y por quanto avemos sido informado, que algunas personas, olvidadas de las obligaciones de Christianos, se introducen con los Cofrades, con pretexto de acompañar las Processiones, en trage de penitentes, que deviendo servirles de mortificación, escandalizan el Pueblo con la inmodestia de sus operaciones; y lo que es mas intolerable, que andan por las Calles, haziendo acciones, y diziendo palabras indecentes, con el disfraz de las Túnicas, de que hazen Mascaras, para obras más licenciosamente, por ser conocidos, llevando cubiertos los rostros. Y para remediar esta perniciosa relaxacion, por lo que mira a las cofradías, avemos proveido un Mandato, para que todos vayan con las caras descubiertas (exceptuando los que se azotan y llevan los Passos) assi en las Processiones, como fuera de ellas; y que ninguno Cofrade, ò no Cofrade, ande por las calles cubierto el rostro, con pretexto alguno, ni con el de visitar los Monumentos, ni con otro motivo, aunque parezca pio. Todo lo qual mandamos observen los que acompañan a dichas Processiones, y cofradias, pena de Excomunión mayor, lata sententia, ipso facto incurrenda, trina Canonica monitiones praemissa, y otras a nuestro arbitrio».
Constitución VI del título «De Generalibus, et Privatis Processionibus» del Libro II, del Sínodo diocesano de Zaragoza de 1697
Esta constitución supondría que los hermanos receptores de la Hermandad de la Sangre de Cristo fueran con el rostro descubierto, perdurando esta costumbre hasta nuestros días, si bien no afectaría a los portadores de enseres, puesto que en el orden procesional de 1700 se habla de la participación de enlutados o cubiertos en diferentes puntos del cortejo, tales como portando vexillas, las «cuatro banderas con las armas de la Cofradía», doce más «con sus velas amarillas y escudos de armas en los pechos», o con las «cuatro banderas con las cuatro partes del mundo». Y de igual manera, sucedería con los portadores de pasos (que hasta finales del siglo XVIII no se tiene documentado que fuesen llamados terceroles) al ser portado el féretro o cama con la imagen del Señor durante la procesión de rogativa por lluvia acontecida el 17 de mayo de 1748, por «ocho devotos con sus túnicas y caras cubiertas y todos sujetos muy conocidos, y distinguidos de esta ciudad».
Será en el siglo XIX cuando el gusto romántico hará que el hábito penitencial prácticamente quede reconstruido al añadirse botonaduras, colas, zapatos con hebillas, guantes, cíngulos y fajines, blasones bordados, capas e, incluso, la combinación de varios colores en los diferentes elementos. Una moda cofradiera que nacería en el sur de España y que, paulatinamente, se iría implementando en cada rincón de la geografía española.
En nuestra ciudad, las primeras propuestas de modificación de la indumentaria procesionales vendrían dadas por los proyectos presentados para el concurso de reforma del Santo Entierro convocado en 1909. En ellos, los autores exponían sus más variopintas ideas que abarcaban desde la mera renovación de las viejas túnicas para reconfeccionarlas con tejidos más lustrosos y resistentes, hasta sugerir las vestimentas más sofisticadas y exuberantes con multiplicidad de complementos y miscelánea de colores para los distintos tramos que compusieran el cortejo puesto que, como señalarían Nasarre y Oliver en el proyecto «Iesus Nazarenus, Rex Iudaeorum» que a la postre resultaría ganador, la idea principal era romper la monotonía al ser ésta «un defecto contrario de la estética».
Pero la gran eclosión se alcanzaría a partir de 1937 con la fundación de las nuevas cofradías y hermandades, puesto que los miembros de cada una de ellas van a vestirse en las procesiones de una forma singular y característica. De este modo, prestigiosos nombres de la ciudad, como por ejemplo el arquitecto Regino Borobio, los escultores Albareda, la saga de comerciantes textiles y etnógrafos Cativiela o el sastre Cándido Casanova, van a colaborar con estas nuevas corporaciones aplicando sus vastos conocimientos para esbozar, diseñar y confeccionar unos hábitos que continuarían dos cánones aparentemente contrapuestos, pero que acabarían conviviendo e, incluso, complementándose: por una parte y bajo el influjo de los modelos andaluces, que por entonces se habían instalado en el imaginario colectivo cofradiero gracias a las láminas pintadas por Francisco Hohenleiter y Castro recogidas en la colección de libros «Sevilla y la Semana Santa», se incorporaron definitivamente elementos como el capirote, las capas, sandalias, fajines o cinturones de esparto (algunos de los cuales, hasta entonces, únicamente aparecían de forma esporádica); y por otro, la continuidad del modelo tradicional zaragozano de los terceroles, que seguiría adoptándose aunque introduciendo pequeñas innovaciones con las que enriquecer las prendas, como el uso del terciopelo, los largos plisados o la incorporación del emblema en el antifaz del tercerol.
III) Blanco y verde: los colores de la Juventud Masculina de Acción Católica, los colores de nuestro hábito

Como se introducía anteriormente, la elección de los elementos que componen un hábito o de sus colores no es algo ocasional y ni mucho menos, y salvo excepciones muy puntuales, fruto del azar, puesto que los mismos hablan del origen de la cofradía, de la tradición que recoge o de sus mismas advocaciones.
Consecuentemente, y en la misma reunión preliminar celebrada el 29 de enero de 1940 para la fundación de nuestra Cofradía, se acordaría el principio de hábito de los hermanos que debía dejar patente la procedencia de quiénes ese día habían acudido a la llamada de mosén Francisco Izquierdo Molins, por lo que sin apenas dudarlo se optó por adoptar los colores simbólicos que se empleaban en las insignias y banderas de la Juventud Masculina de Acción Católica: «el blanco de las almas limpias y el verde de los juveniles corazones esperanzados y cultivadores de las sanas raíces» (Borobio Navarro, 2014).
De este modo, para nuestra túnica se escogería el blanco, que es la suma de los tres colores primarios, simbolizando así la totalidad y la atemporalidad, por lo que se transforma en expresión de la gloria y la eternidad, la misma vida divina. Es, por tanto, el color de la revelación, de la gracia, de la luz, de la transfiguración: «Jesús toma consigo a Pedro, Santiago y Juan, sube aparte con ellos solos a un monte alto, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo» (Mc 9, 2-4).
Por su parte, en el Apocalipsis se presenta como el color de las vestiduras de «los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero» (Ap 7, 13-14), por lo que también es el color de la iniciación con el que se atavían quienes van a recibir el bautismo, anticipando ese vestido blanco de la eternidad y como expresión de la belleza del Resucitado (cf. Benedicto XVI, 2007).
La tradición veterotestamentaria lo relaciona con la purgación del pecado, con la virginidad, la inocencia y con «la pureza del alma que está en gracia de Dios» (Pardos Solanas, 2005), por lo que se considera también conveniente para la Santísima Virgen. Pero al mismo tiempo, es también un color que actúa sobre el alma como un absoluto silencio que «interiormente suena como un no-sonido equiparable a aquellas pausas musicales que sólo interrumpen temporalmente el curso de una frase o de un contenido, sin constituir el cierre definitivo de un proceso. No es un silencio muerto sino, por el contrario, lleno de posibilidades. El blanco suena como un silencio que de pronto puede comprenderse» (Kandinsky, 1979). Asimismo, recuerda la mortalidad, la imposibilidad de alcanzar la felicidad si no es caminando en la verdadera luz, la Luz de Cristo. Por ello, desde los primeros tiempos del cristianismo se adoptó el amortajar el cuerpo con un lienzo blanco, tal y como queda testimoniado en el himno décimo del «Cathemerinon liber» escrito por Prudencio sobre las exequias funerarias (Cruz Lazcano, 2018), perpetuándose durante siglos como el color del luto más riguroso entre las reinas europeas.
Y litúrgicamente es el apropiado para la Santísima Trinidad, la Natividad del Señor, Pascua y el resto de celebraciones de misterios no pasionistas de Cristo (Santo Nombre de Jesús, Presentación en el Templo, la citada Transfiguración). Es también el color pascual, en recuerdo del ángel revestido de blanco (cf. Mt 28, 2-3), y del culto eucarístico. Es, además, el símbolo de la victoria del día sobre la noche, del triunfo de la vida del resucitado sobre la muerte del sepulcro, por lo tanto, el color de la solemnidad de Todos los Santos, así como de los bienaventurados no mártires como la festividad de San Juan Evangelista (27 de diciembre), o de las festividades que celebran misterios o milagros de santos anteriores a sus martirios como la Natividad de San Juan Bautista (24 de junio), la Cátedra de San Pedro (22 de febrero) o la Conversión de San Pablo (25 de enero) (cf. IGMR, 346.a).
Por su parte, el verde de nuestros capirotes y cíngulos, es un color cuya etimología procede de la palabra latina viride, que significa fresco, lozano o floreciente, por lo que es el color de la primavera, de la vegetación, de la cosecha abundante, de la esperanza.
En tono esmeralda se enmarca el trono divino (cf. Ap 4, 3) subrayando «nada menos que la condición misma de quien lo ocupa» (Revilla, 1990) quedando también asociado a los profetas y al discípulo más joven de Jesús, al apóstol que nunca lo abandonó: san Juan Evangelista. Consecuentemente, es color por antonomasia de la juventud, tanto así que en la Acción Católica quedaba reservado exclusivamente para las ramas de aspirantes, prejuveniles y juveniles, vinculándolo estrechamente al proceso de maduración de este peculiar compromiso laical. Y litúrgicamente es usado «en los Oficios y en las Misas del Tiempo Ordinario» (IGMR, 346.c) como representación del mensaje de la Vida y de su triunfo ante la muerte, convirtiéndose también en alegoría de la regeneración espiritual del renacimiento que exige Cristo.
Finalmente, nuestro hábito penitencial también contiene elementos de color negro, adoptado tanto en los guantes como en el tercerol con el que se cubren la cabeza quienes durante las procesiones portan a hombros al Santísimo Cristo de la Expiración en el Misterio de la Séptima Palabra.
El negro es la negación del color, la oposición al blanco, por lo que irremediablemente queda ligado a las adversidades y al pecado. Dentro de la simbología de los colores propios de los cuatro elementos, está asociado a la tierra, y por tanto, también al infierno, al mundo subterráneo, aunque asimismo también tiene otra simbología más amable y respetable por ser color de la templanza, el de la humildad, el de la austeridad (Pastoureau & Simmonet, 2005).
Así mismo es color de silencio, de penitencia y de vigilia. Y, al igual que el morado, es la muestra de sentimiento de la propia imperfección, predicando una aptitud de humildad y sobre todo de arrepentimiento. Cristo dijo a los fariseos que si reconocían que estaban ciegos podrían llegar a ver alguna vez (cf. Jn 9, 41), siendo este el consejo que sigue el que se viste de negro: reconoce su ceguera y se vuelve una súplica viva, eco de aquella oración del ciego de Jericó «Señor, que vea» (cf. Lc 18, 41). En la tradición occidental alude, especialmente, a la muerte y al luto, apareciendo como símbolo de la germinación que da paso a la renovación de la vida, usándose en la liturgia tridentina para el Viernes Santo, «cuando las tinieblas se cernieron sobre la faz de la tierra en el misterio del Deus absconditus» (De la Campa Carmona, 199). Precisamente, en la liturgia funeraria es señal de lo transitorio de nuestra vida en la tierra, cuyo fin es un paso a la vida verdadera (cf. Ap 13, 1-18), pues el negro de la noche guarda la promesa de la aurora, y fue la antesala de la Creación, ya que al principio «las tinieblas cubrían la superficie de la tierra» (cf. Gén 1, 2). Por todos estos motivos, es excluido del culto eucarístico, celebración del triunfo de la vida pudiéndose únicamente utilizar en las misas de difuntos y solo en aquellos lugares donde sea costumbre (cf. IGMR 346.e).
IV) «Una túnica sin costura, tejida toda de una pieza de arriba abajo» (Jn 19, 23)

La túnica es, posiblemente, el elemento más relevante de cuantos conforman el hábito penitencial. Y es que los cofrades se atavían con este vestido talar en imitación del quiton hebreo utilizado por Cristo, que estaba tejido de una sola pieza (cf. Jn 19, 23).
Además, con ella también se continúa el modelo de vestimentas empleadas por los miembros de las órdenes religiosas, y del alba con la que presbíteros y diáconos se revisten en las celebraciones litúrgicas simbolizando la inocencia, la santidad y la nueva vida en Jesucristo, así como también del gozo y la gloria eterna que son la recompensa de una vida casta y santa. Derivada de una prenda similar usada por los mandatarios romanos, las albas (cuya etimología precisamente refiere a su blancura) eran confeccionadas originariamente en lino (motivo por el cual también eran conocida como línea), si bien este material se fue sustituyendo por otros más ricos como la seda. Incluso se encuentra documentado que se ornamentaba «con tejidos ricos o labores de bordado que se situaban en los rectángulos que ocupaban la parte inferior de la pieza, por su anverso y reverso» (Ágreda Pino, 2011).
Como en otros aspectos de la indumentaria o de la organización cofradiera, el que los participantes en las procesiones penitenciales se ataviasen con túnicas tiene una vinculación directa con los disciplinantes ya, que como se indicaba con anterioridad, éstos las llevaban recordando a las que llevara el propio Cristo así como prefiguración de su sudario, símbolo de purificación ritual, utilizándose consecuentemente como mortaja (cf. Casquero Fernández, 2009). Tal sería su identificación, que una de las acepciones de la voz túnica presentadas en el «Tesoro de la lengua castellana o española» refería precisamente a la prenda «que usan los disciplinantes en las procesiones del Jueves Santo y otros días; son de lienzo hasta los pies».
Como señala Cobarrubias, primitivamente estaban confeccionadas de lienzo de cáñamo, teniendo constancia del uso también del anjeo curado o crudo, bodací prieto o presilla, siendo largas hasta el suelo, aunque también irrumpirían modelos que llegaban solo hasta media pierna. Con los años, y por adaptarse a los gustos románticos, llegarían otros tejidos más ricos y de mayor calidad como la lana merina, estameña, terciopelo o la holanda así, como tras la revolución industrial, los modernos tergal o poliéster con los que, además de abaratar costes y aligerar el peso, se evitarían los problemas de conservación que presenta la lana, como el «apelmazamiento, riesgo de apolillamiento y puede encogerse si se lava a demasiada temperatura, estando expuesto al deterioro con el paso del tiempo» (Peralta Soria, 2011).
También en fechas tempranas del movimiento cofradiero, se incorporaría un complemento que ha pasado a ser cuasi intrínseco de la túnica, el cíngulo. Este cordón o cinta, que era usado antiguamente por los judíos durante la celebración de la Pascua (cf. Éx 12, 11) como símbolo de castidad y de fuente de todas las gracias, sería adoptado por ermitaños, enclaustrados y, finalmente, incluido en las vestimentas sagradas de los sacerdotes para entallar y ajustar el alba. Confeccionado en lino, cáñamo, seda o lana (material con el que se elaboran los de nuestra Cofradía), además de su evidente función de ceñir la túnica a la cintura, adquiere un altor valor simbólico de pureza, protección, castidad y continencia, rememorando asimismo la soga con la que maniataron a Cristo al prenderle en Getsemaní y con la que le amarraron a la columna para flagelarle.
Del color corporativo correspondiente (en nuestro caso, verde) y con una borla del mismo color en cada uno de sus extremos debiendo caer éstos por el lado izquierdo, es habitual que presente una serie de nudos en número variable según el simbolismo que se le quiera otorgar. Así, por ejemplo, en número de tres simbolizan las virtudes teologales o los votos; de cinco, los estigmas o llagas de Cristo causadas por la crucifixión y la lanzada en el costado; y de siete, los Dolores de la Virgen o, como sucede en nuestro caso, las Palabras de Cristo en la Cruz.
Adicionalmente y con la llegada del barroco, las cofradías y hermandades optarían por buscar otras fórmulas en el atavío, más acordes con la riqueza, dinamismo de las formas y el efectismo del estilo, pero también con objeto de diferenciarse de los humildes y sencillos modelos de túnicas monacales huyendo, asimismo, de las andrajosas ropas de los disciplinantes, que ya empezaban a ser denostados en las altas esferas y en los ambientes intelectuales, por lo que tratarían de incorporar elementos que confirieran a sus túnicas personalidad propia, elegancia y hasta cierta opulencia.
A finales del siglo XVI y principios del XVII, quedaría mayoritariamente añadida la cola, probablemente por influencia de la loba, una prenda propia de reyes, nobles, clérigos y colegiales consistente en una vestidura talar de paño negro generalmente sin mangas pero que incluía un apéndice que llegaba a arrastrarse por el suelo, teniendo una longitud proporcional al riguroso luto que quería guardar su portador.
Esta pieza con forma pseudo-triangular, se ubicaría en la parte trasera de la túnica prolongándose con una longitud mínima de metro y medio. Originalmente se llevaba suelta y arrastrando por el suelo, simbolizando así «el arrastre y peso de los pecados personales del penitente y evocando desde un punto de vista iconológico el peso de la cruz de Cristo por todos los pecados de la Humanidad» (Lorite Cruz, 2019); posteriormente pasaría a ser sostenida por el cofrade en uno de sus antebrazos; y, finalmente y de modo generalizado, quedaría recogida, pasándola por el interior del cinturón de esparto o abacá.
En nuestra Semana Santa, se tiene constancia de que en diferentes épocas se han llevado túnicas de cola de estos tres distintos modos. Así, desde al menos el año 1860, los hermanos receptores de la Hermandad de la Sangre de Cristo vestían con «túnicas negras, cola arrastrando y hachas moradas». De hecho, en uno de los puntos del proyecto presentado por Nasarre y Oliver para la reforma del Santo Entierro, se incidía en la pertinencia de no prescindir de ellas pues «llenan además fines, muy dignos de tenerse en cuenta; exigen un cuidado de cada cual, para no pisar la de su anterior; esto les invita á observar cierto recogimiento devoto, promedian las distancias resultado de este promedio, artístico el efecto de las luces; y finalmente, con menor número de asistentes, se llena mayor espacio».
Pero, aunque este fuera el modo estándar de llevar la cola los hermanos de la Sangre de Cristo, se puede asegurar que algunos cargos muy determinados (como pudieran ser el cetro general o los cetros ayudantes) llevaban la cola recogida en el brazo, tal y como se puede observar en varias de las fotografías realizadas por Joaquín Júdez Luis y que podrían fecharse en la última década del siglo XIX o primeros años del XX. Por su parte, la tercera forma, es quizás la más conocida puesto que es la habitualmente utilizada por los miembros de la Cofradía del Silencio, único exponente de este tipo de hábito que perdura en nuestra ciudad al adoptar en su fundación las vestimentas de su homónima sevillana, echándola al suelo únicamente en ocasiones de especiales como las celebraciones de las bodas fundacionales.
Posteriormente, a mediados del siglo XIX se incorporaría otra prenda complementaria, la capa, precisamente tratando de romper con la estética imperante de las túnicas de cola. Esta prenda suelta, larga y sin mangas, que se coloca precisamente por encima de la túnica, fue agregada por vez primera en 1856 en el atuendo de la hermandad sevillana de la Quinta Angustia, si bien alcanzaría su máximo esplendor cuando los cofrades de la Hermandad de la Macarena, vistieran la de lana merina con vuelo circular y escudos bordados en oro, ideada por el insigne bordador Juan Manuel Rodríguez Ojeda. Con el resurgimiento del movimiento cofrade en nuestra Semana Santa, y continuando la influencia sevillana ya iniciada en otros aspectos por las cofradías recién fundadas, fueron los miembros de la Cofradía de Jesús Camino del Calvario quienes, en el Jueves Santo de 1939, la vistieran por vez primera en sus procesiones penitenciales al ataviarse con un hábito inspirado en el utilizado en aquella época por la Cofradía de Nuestro Padre Jesús de las Penas de la trianera Iglesia Conventual de San Jacinto.
En el caso del hábito de nuestra Cofradía, los hermanos fundadores encontraron diversidad de problemas para que pudieran estar preparados los «trajes» (que es como se denomina en varias de las primeras actas) para la primera salida procesional, si bien se acabarían adquiriendo un buen número gracias a las gestiones llevadas a cabo por los hermanos Emilio Lasala e Ignacio Rivera aunque, eso sí, tardando meses en completar el pago a la empresa Mazón S.A. por el suministro de la lana.
Resulta curioso que en la reunión preliminar para la fundación de la Cofradía celebrada el 29 de enero de 1940, se estipulara que los «hermanos de tambor» usarán túnica de algodón con el fin de facilitar la transpiración, aunque finalmente los reglamentos fundacionales acabarían plasmando la obligatoriedad de que fueran de «lana blanca» (art. 12). No señalando nada sobre el material en los posteriores estatutos de 1960, 1970, 1995 y 2017, excepto que su color debe ser blanco, la Cofradía buscó en todo momento la máxima sencillez posible evitando incorporar algunos elementos que si serían empleados en los diseños de las túnicas de otras cofradías y hermandades zaragozanas fundadas a la par, tales como las botonaduras ornamentales con botones forrados; o la encordadera, es decir, la pequeña cuerda trenzada sobre unos pequeños ojales (llamados agudeyes, en aragonés) que posibilita cerrar y ajustar la prenda al talle además de servir como peculiar ornamentación. E, igualmente, en el Capítulo General de Hermanos de 22 de marzo de 1942, se acordaría «dejar para mejor momento, una proposición de poner capa al uniforme».
Lo que si incluyeron los primeros modelos de túnicas, fue un curioso ribeteado verde que bordeaba circularmente la zona del cuello, pero que con el tiempo acabaría siendo reemplazado por la actual tapeta, es decir, la tira o banda doble que baja por la parte frontal de la túnica y, que además de tener una función ornamental, permite coser unos botones o corchetes que, al desabrocharlos, facilitan la colocación de la túnica por la cabeza. Igualmente, y con el fin de dotar a la túnica de más prestancia, se agregaría tanto en el anverso como en el reverso, la pala central compuesta por dos sencillos pliegues doblados en sentidos opuestos. Además, y como signo de identificación, se lleva bordado el emblema de la Cofradía con las características similares al que también se sitúa en la muceta del capirote. A este respecto, cabe reseñar que los reglamentos fundacionales ya dictaban que en la túnica y a la «altura del pecho» se podría llevar la «insignia del monograma de Cristo», con la particularidad de que el color de la misma, sobre fondo blanco, variaba en función de la categoría de los hermanos, siendo de color verde en el caso de los hermanos Numerarios, y de color rojo en los Coadjutores (art. 12). Objeto de debate en diversidad de capítulos, se optaría por retirarlo ya que en las procesiones se consideraba suficiente llevar el emblema en el antifaz del capirote, retornándose la idea a partir de 1989, siendo obligatoria su colocación en la parte superior izquierda, a la altura del corazón.
V) El capirote, elemento de duelo y penitencia con el que los cofrades nos acercamos al Cielo

Sin lugar a dudas, el capirote es uno de los elementos más característicos del hábito penitencial, estando compuesto por el soporte con forma de cono confeccionado tradicionalmente en cartón, aunque actualmente ha evolucionado su fabricación a otros materiales más maleables, como el plástico forrado o la rejilla, que los hacen más ligeros, cómodos y transpirables, presentando una altura aproximada entre los 45 centímetros de los más bajos (usados para los infantiles) hasta incluso superar el metro, si bien el tamaño estándar se sitúa entre los 70 y los 80 centímetros. Además, y para que permanezca siempre erguido evitando que se caiga con los movimientos, y tras ajustarse adecuadamente a la cabeza, queda sujeto a la altura de la barbilla mediante una cinta trenzada denominada barboquejo que se anuda o, más modernamente, se aprieta a través de una pieza cilíndrica de plástico que en el ámbito textil recibe el nombre de prisionero.
Dicho cucurucho o armilla (también en algunas regiones se le conoce como macho) queda cubierto con la tela que servirá para ocultar el rostro de los cofrades dejando en su parte delantera o antifaz, dos orificios a la altura de los ojos para facilitar la visión a su portador (incluso algunos instrumentistas de cornetas y trompetas, llevan un tercer orificio a la altura de la boca que les permite introducir la boquilla sin tener que levantarse la tela) quedando bordado en su centro el emblema de la Cofradía y cayendo prolongadamente por la espalda a modo de muceta. Curiosamente, esta parte fue modificada en nuestra Cofradía, puesto que inicialmente se llevaba corta y redondeada, aprobándose en el Capítulo General de Hermanos celebrado el 29 de diciembre de 1968, su alargamiento «para que el viento no la eleve por encima de los hombros», por lo que desde entonces se lleva con forma pico triangular con una longitud que prácticamente alcanza la altura del cíngulo y presentando amplias hombreras.
Descrita la pieza y las particularidades que presenta en nuestra Cofradía, más complejo resulta indagar sobre el verdadero origen del uso del capirote en los participantes de las procesiones de Semana Santa.
En las últimas décadas ha predominado la opinión cuasi dogmática que, única y exclusivamente, relaciona este elemento con el cono alargado de papel engrudado llamado coroza que, junto al sambenito (originariamente, un gran saco de lana o «saco bendito» con el que a modo de gran escapulario se cubría todo el cuerpo del penitenciado), debía llevar colocado en su cabeza los condenados por el tribunal de la Santa Inquisición como señal afrentosa a la hora de realizar su pública penitencia. De su transposición, habría sido incorporado por los participantes en las procesiones, quienes asumían la penitencia libre y voluntariamente, incorporando el antifaz para guardar el anonimato. Sin embargo, todavía se puede profundizar más acudiendo al «Diccionario de Autoridades» de 1729, donde podremos constatar dos acepciones al término:
La primera describe el capirote como «cobertúra de la cabeza, que está algo levantada y como que termína en punta. Hácese de diferentes maneras, y algunos tienen unas caídas o faldas, que caen sobre los hombros, y a veces llegan hasta la cintúra y aun mas abaxo: como son los que se trahían en los lutos con las lobas cerradas: los que trahen y se ponen en los actos públicos los graduados de Doctores y Maestros en las Universidades, que son a modo de muceta con un capillo por la parte de atrás, y assí de otras hechuras, que antiguamente se usaban».
Aquí se habla de una prenda surgida en el siglo XIII y con probable origen francés, que era empleada prolíficamente por las clases sociales más poderosas y pudientes. La misma, sería adoptada, en sustitución de la jerga (una tela que era gruesa y tosca), en la vestimenta masculina como expresión de duelo y luto, tal y como se reafirma en la pragmática emitida por los Reyes Católicos sobre «la manera que se puede traer luto y gastar la cera por los difuntos», emitida el 10 de enero de 1502 tras el fallecimiento del heredero al trono, el infante Juan de Castilla. De este modo, y con el fin de que las exequias funerarias resultaran más austeras y recatadas, se estableció la orden de que «las personas reales, o sus fijos, trayan los honbres luto de lobas cerradas por los lados e con falda e capirotes todo de paño tundido». Y de modo similar, se dictaría unos meses después, tras la muerte de Isabel I de Castilla acaecida el 26 de noviembre de 1504, promulgándose «que todos los ombres traygan luto de paño tondydo, lobas çerradas con falda y capirotes, y quien no touyere lobas que trayga insignia de luto en la manera siguiente: que trayga las capillas puestas o las capas al reues con que no sean de color y las mujeres traygan tocas negras e ábitos sy touyeren con falda e manto». En nuestra ciudad, todavía pueden encontrarse documentados estos usos años después, como por ejemplo, en las exequias celebradas por la muerte de Felipe III donde «más de mil cubiertos con lobas y capirotes, arrastrando sin duelo las faldas de tres y cuatro» (De Rajas, 1621) o en las llevadas a cabo por la reina de España y Portugal Isabel de Borbón, en las que «se cubrieron todos de lobas i capirotes, alargando las faldas más o menos para distinguir la preeminencia» (De la Justicia, 1644).
La segunda, acepción recogida en el «Diccionario de Autoridades» se aplica directamente al ámbito cofradiero, definiéndolo como el «cucurucho de cartón, cubierto de lienzo blanco o de olandilla negra, que se ponen los disciplinantes por la Quaresma para cubrir el rostro, y los que ván en las Processiones la Semana Santa, tocando las trompetas».
Aquí deja en evidencia que, como ocurriera con la túnica, el capirote era uno de los elementos que componían la indumentaria de los disciplinantes, lo que hace remontarnos al inicio de esta misma página cuando se señalaba que los disciplinati italianos se ataviaban con una especie de capuchón que preservaba su anonimato. En efecto, en la lámina de la portada del «Libro de la Compagnia» de la Fraternità di Battuti de Florencia, datado del año 1493 y analizado por Galtier Martí (2017), se puede observar claramente como los integrantes de la comitiva van ataviados con túnica y con una prenda de cabeza corta, puntiaguda, de color blanco y con orificios tanto para los ojos como para la boca.
En torno a las procesiones penitenciales de la Semana Santa española, se tiene constancia que en la primitiva procesión de la Vera Cruz de Sevilla, al menos desde el año 1397, los disciplinantes que participaban en ella cubrían su rostro con un lienzo blanco, sin conocerse más, excepto que poco tiempo después, usaban una túnica blanca todos los demás miembros de dicha corporación. Más detalles muestran las primitivas reglas del siglo XVI de otras cofradías hispalenses, como en las de la Quinta Angustia datadas de 1541 en las que, precisamente para los participantes que ejercían la disciplina en sus procesiones, se les exigía vestir «camisas sean de ageo curado, largas hasta el suelo, con capirotes romos que cubran el rostro». Y pocos años después, y con la incorporación de los hermanos de luz, también se reglamentaría el uso de «un capirote redondo» en la Hermandad de San Juan de Letrán y Nuestra Señora de la Hiniesta (1565) o, disponiéndose en las del Gran Poder (1570) «todos traigan los capirotes romos que cubran el rostro».
En efecto, el capirote en sus principios sería «redondo, y más corto de lo que ahora se usa; y caía sobre la espalda ó el hombro por no contener dentro cartón ni lienzo que lo sostuviera levantado» (Bermejo y Carballo, 1882). Y los que se elevaban, carecían de punta, es decir, eran romos, tal y como se ha mantenido hasta nuestros días en algunas Semana Santas de Castilla y León o de Murcia, incluso presentando formas curiosas, como sucedería en las hermandades malagueñas de Jesús el Rico, la Virgen de la Paloma o el Sepulcro cuyos capirotes serían denominados popularmente como de pala o habichuela, por recordar las vainas de dicha legumbre.
Los capirotes altos, similares a los que hoy conocemos, llegarían a finales de dicho siglo XVI, señalando Carrero Rodríguez (1984) que en el año 1586 lo adoptaría la ya citada Hermandad de la Hiniesta, en cuyas nuevas reglas aprobadas en dicho año se estipulaba que «los hermanos de luz con sus túnicas negras é capirotes altos; é los de sangre con sus túnicas blancas é capirotes bajos é escapularios presados».
En la Semana Santa zaragozana, se desconoce con exactitud que prenda era la que utilizaban los «cubiertos» que se nombran en las relaciones de las procesiones del Santo Entierro de los siglos XVII y XVIII, así como la descripción exacta de lo que también aparecen denominados como «capuces», citados entre otros por Felices de Cáceres en uno de los poemas presentados en la Contienda poética de 1621: «ansias, y honor decente, / con zelo, misteriosa, / esta acción dolorosa / aumenta y con el silencio de capuzes / haladas gotas de las tristes luzes / y los cofadres, polos sustentando / (con diferentes cruzes) / al cielo que les honrra van honrrando».
El capuz, era una «vestidura larga y holgada, con capucha y una cola que arrastraba, que se ponía encima de la ropa, y servía en los lutos» (DRAE, 2021), siendo el término aplicado en muchas regiones precisamente para hacer referencia al capirote. En nuestra Semana Santa, no se puede precisar si el término refiere al capirote o al tercerol e, incluso, en algunos textos como en los presentados en la reforma del Santo Entierro parece no diferenciarlos: «constituye el capuz o capucha, una prenda indispensable al vestir túnica en las procesiones de Semana Santa, que se lleva en todas las poblaciones y es de origen bien antiguo, pudiéndose llevar con la cara del entunicado al descubierto o cubriendo el rostro; tiene dos formas de llevarse, bien caída por detrás de la cabeza, o alzada en forma de cono, más o menos prolongado».
En cualquier caso, y además de los disciplinantes cuya existencia ya se ha referido con anterioridad, sí que hay constancia documental de que la Venerable Orden Tercera de San Francisco de Asís poseía en un inventario de 1759 «catorce túnicas con sus correspondientes armillas y capillos», siendo muy posiblemente usados en la indumentaria de los portadores de los estandartes representativos de las estaciones del Vía Crucis que la citada institución celebraba públicamente en la noche del Martes Santo (cf. García de Paso, 2006).
En el caso de la Hermandad de la Sangre de Cristo, hay constancia que desde 1860 los portadores de los faroles de las Siete Palabras, vestían con túnica blanca, fajín oscuro y capirote romo que dejaba la cara al descubierto. Asimismo, en el grabado que realizara Marcelino Unceta y López en 1885, aparece un participante en la procesión ataviado con capirote. Una referencia, que siempre se había puesto en cuarentena al poderse especular que se tratara de un recurso artístico empleado por el pintor e ilustrador zaragozano para completar la escena o dotarla de mayor realce, pero que puede darse como verídica, tal y como refrenda la descripción del cortejo publicada por la escritora María Puy-Castejón en 1887 (texto que, a su vez, sería usado como fuente principal para la redacción de la crónica aparecida en el «Diario El Día» de 9 de abril de 1887): «Cuatro hermanos vestidos con largas túnicas blancas y altos papirotes azules, llevando en otros tantos estandartes inscripciones alegóricas que representan la Religión católica, la Fe, Esperanza y Caridad».
Además, en dicha descripción también aparecen otros integrantes de la procesión que usaban el «papirote» (término que aparentemente usa Puy-Castejón de manera errónea pero que, como se puede observar en los diccionarios publicados por Melchor Manuel Núñez de Taboada en 1825 o por Vicente Salvá y Pérez en 1847, solía usarse como sinónimo de «capirote»), ya que al principio del cortejo se situaba el llamador de la Hermandad, «con su ropón morado de larguísima y estrecha cola» y «su puntiagudo papirote, del cual pende un trozo de la misma tela que cubre su rostro», siendo acompañado por otros «dos hermanos vestidos de un modo semejante, exceptuando el color del ropón, que es negro, anuncian melancólicamente por medio del sonido triste y lúgubre de dos campanas la muerte del Redentor» (Puy-Castejón, 1887).
Y aunque en los proyectos para la reforma del Santo Entierro se presentarían diversidad de sugerentes modelos de capirotes (no constando que se llevarán a la práctica), no sería hasta años después cuando el capirote se introdujera de forma permanente y perdurable en el tiempo en los hábitos penitenciales zaragozanos. A partir de 1937 y con la fundación masiva de cofradías y hermandades en toda España, se produciría una exaltación de los sentidos imponiéndose los modelos expresivos, estéticos, teatrales y devocionales propios del barroco con los que no solo atraer y fascinar a la población y a los fieles sino también con la pretensión de «identificar a la nueva España nacional-católica como una continuación directa de una mítica España imperial del siglo de oro» (Mancha Castro, 2020). De este modo, el paradigma neobarroco, plasmado principalmente en los postulados sevillanos y andaluces, quedaría establecido como fuente de sentido estético y como expresión de la renovada Semana Santa, conformando un complejo y sincrético universo simbólico en el que el capirote, por sus connotaciones históricas y sus propias características físicas, se convertiría en elemento característico de los participantes en las procesiones y seña identitaria del movimiento cofradiero.
Así, en nuestra propia ciudad y tras haber sido diseñado por el arquitecto Regino Borobio Ojeda, treinta y nueve hermanos de la Cofradía de Nuestra Señora de la Piedad estrenarían su hábito penitencial durante su primera aparición pública que sucedería en la procesión del Viernes Santo de 1937, convirtiéndose así en la primera cofradía penitencial en la que todos sus miembros vestirían el capirote como prenda de cabeza (cf. Navarro Villar, 2016). Una decisión de usar capirote que también adoptaría la Cofradía de Jesús Camino del Calvario, encargándose la sastrería Nasarre de confeccionar los primeros hábitos (cf. Galtier Martí y Pérez Giménez, 2013); la Cofradía del Descendimiento de la Cruz y Lágrimas de Nuestra Señora, siendo confeccionados los primeros en 1940 en Casa Cativiela al coste 150 pesetas la unidad (cf. Pradas Ibáñez, 2014); y, por supuesto, nuestra Cofradía, cuyos hermanos ya lo portaron en la primera salida procesional del Viernes Santo de ese mismo año 1940.
En definitiva, el capirote se constituye como uno de los elementos consustanciales del actual hábito teniendo relevantes connotaciones simbólicas como prenda luctuosa por la muerte de Cristo; penitencial, por el sacrificio que por peso e incomodidad supone llevarlo durante las numerosas horas que dura la procesión; garante del anonimato, ofreciendo una privacidad en la penitencia que se está ejerciendo, solamente visible para los ojos de Dios y no de los humanos; y devocional, ya que por la verticalidad de su forma puntiaguda y ascendente, simboliza la dirección que toman las oraciones elevándose al cielo y dirigiéndose a Dios.
VI) El tercerol, la prenda de cabeza tradicional de los portadores de los pasos de nuestra tierra

El término «tercerol» muy probablemente tiene su origen en el catalán, procediendo su etimología «de tercer», añadiéndose el sufijo «ol» con el que resultaba prolífica la formación de diminutivos. Su primera aparición en un diccionario se produce en 1607, concretamente en el «Tesoro de las dos lenguas francesa y española», no haciéndolo en lengua castellana hasta 1739 cuando es recogido en el tomo VI del «Diccionario de Autoridades», quedando definido como «lo que ocupa el lugar tercero», aplicándose más concretamente al ámbito de la náutica «como la vela menor con su mástil, el tercer remo en el banco».
El término fue empleado en los territorios de la Corona de Aragón para denominar popularmente a los miembros de las órdenes terceras conformadas por laicos que «viviendo en el mundo y participando del espíritu de un instituto religioso, se dedican al apostolado y buscan la perfección cristiana bajo la alta dirección de ese instituto» (CIC, 203). Estas órdenes recibieron la numeración de terceras, puesto que las primeras estaban reservadas a sacerdotes y varones seglares, y las segundas a las religiosas de vida activa o contemplativa. Y aunque tradicionalmente se ha venido vinculando única y exclusivamente con la primigenia fundada por san Francisco de Asís en los primeros años del siglo XIII y aprobada canónicamente primero por el papa Honorio III y posteriormente por Nicolás IV (conocida posteriormente como Venerable Orden Tercera de San Francisco de Asís y, actualmente, como Orden Franciscana Seglar), lo cierto es que también se hacía extensivo a los miembros de otras órdenes terceras que a lo largo del tiempo habían surgido, tales como las de los dominicos, agustinos, servitas, carmelitas, mínimos o trinitarios.
En el siglo XVII es ya frecuente que en nuestra tierra se aplicase para referirse a los miembros de la franciscana Orden Tercera, como haría Blasco Lanuza en sus «Historias ecclesiásticas y seculares de Aragón» publicada en 1619, quien contaba que don Artal de Aragón (conde de Sástago y virrey de Aragón) se había hecho «tercerol y vistió aquel hábito humilde y siguió la Religión de la Orden Tercera mientras vivió». Incluso, comienzan a aparecer las primeras referencias a la participación de los «terceroles» en la Semana Santa zaragozana, como queda reflejado en el «Libro 60 de actos comunes de la ciudad» cuando con fecha 16 de marzo de 1644, se describen los actos y procesiones que se celebrarían en esa Semana Santa y que contarían con la presencia del rey Felipe IV: «celebrada la missa y no quisieron dar lugar los de la iglesia del Aseo saliese la misma tarde del domingo de ramos de la iglesia de san Francisco la procesión de los terceroles» (cf. Calahorra Martínez, 2000; Olmo Gracia, 2013). Y, de forma similar, aparece diez años después en la relación de procesiones recopilada por Antonio Fuertes y Biota en su «Historia de Nuestra Señora del Pilar de Çaragoza»: «Las otras procesiones solemnes y de devoción se hacen en la Semana Santa comenzado el Martes con los Terceroles, y sale de San Francisco, y va por la puerta Cineja a la Iglesia mayor volviendo por la calle mayor al Mercado y al Coso, y a la casa como dicen».
Más de un siglo después, Faustino Casamayor y Zeballos emplearía el término en su diario para la Venerable Orden Tercera, al reseñar que la procesión del Martes Santo de 1805 «salió con el acompañamiento acostumbrado como asistencia de las Señoras y de mucho número de terceroles», aunque casi veinte años antes ya lo había hecho para describir la procesión del Santo Entierro de 1786, destacando que «fue este año muy concurrida de terceroles, lo que pocas veces se ha visto», constituyendo ésta la referencia más antigua hallada hasta el momento que relaciona el término tercerol con la Hermandad de la Sangre de Cristo.
Esta doble vinculación del término, tanto para los miembros de la Venerable Orden Tercera, como para los participantes en la procesión de la Hermandad de la Sangre de Cristo, debía estar plenamente consolidada a mitad del siglo XIX, puesto que así se refleja en la definición de la palabra tercerol dada por el polifacético intelectual zaragozano (escritor, filólogo, historiador, rector de la Universidad y hasta político) Jerónimo Borao y Clemente en la primera edición de su «Diccionario de voces aragonesas» publicada en 1859: «el que se distingue en la procesión de Viernes Santo por su túnica negra y su antifaz, que también usan los hermanos de la Sangre de Cristo, y sobre todo los de la Orden tercera, de donde procede aquella palabra».
En efecto, los terceroles del Santo Entierro eran habitualmente agricultores de localidades circundantes a Zaragoza, que se trasladaban cada Viernes Santo, al menos desde los últimos años del siglo XVIII hasta 1935 (año en el que en una tensa situación social y política decidieron declararse en huelga, tomando voluntariamente los varales miembros de diversas asociaciones católicas, lo que supuso el inicio de la moderna Semana Santa zaragozana), motivados por la tradición familiar, la devoción y/o el estipendio o gratificación que recibían por realizar este trabajo, estando su atuendo compuesto por una túnica negra, un cinturón en el que se sujetaban un rosario y dos pañuelos (uno a ambos lados) para secarse el sudor, cubriéndose la cabeza con un tercerol, también de color negro, aunque dejando la cara al descubierto.
Se desconoce cómo el término tercerol quedó adoptado dentro de la organización interna de la Hermandad. Una posible explicación estaría en la propia etimología del término, que como ya se ha señalado vendría a significar «los terceros dentro del orden de estamentos», pudiéndose considerar que la Hermandad habría creado «una nueva clase que era portadora de los pasos, de ahí que fueran los terceros o terceroles» (García de Paso Remón, 2006). De este modo, la categoría quedaría añadida a la primera clase que era para los hermanos Receptores, con númerus clausus establecido en cincuenta y con derecho a asistir con voz y voto al Capítulo y a vestir el característico hábito de la Hermandad en los actos corporativos; y a una segunda, para el denominado Número Bajo, figura definida en las ordinaciones de 1677 y que serviría como periodo de aspirantado hasta que hubiese vacante en la Receptoría, teniendo derecho a ganar las gracias espirituales y a participar en las procesiones en diferentes puestos.
Se puede conjeturar también que el término podría haberse adoptado por mera transmisión afectiva de la Hermandad con la comunidad franciscana y con la misma Venerable Orden Tercera, puesto que no solo tenían establecida su sede en la misma iglesia conventual de San Francisco, sino que además ambas asistían y participaban recíprocamente en los distintos actos que celebraban. Aunque, como ya se sabe «hay amores que matan», y la cordialidad tuvo sus altos y sus bajos, con interposición de denuncias mutuas y disputas sobre la prevalencia de distintos derechos adquiridos.
Pero hay un aspecto muy significativo que hay que tener presente. Y es que, con independencia de la arraigada hipótesis de que en algunos periodos de la historia la V.O.T. de San Francisco de Asís pudiera haber colaborado o incluso coparticipado en la organización del Santo Entierro, lo que puede certificarse es que la relación entre ambas entidades era completamente efectiva, como puede constatarse en el «Sumario de los Jubileos, Indulgencias y Gracias que Nuestro Muy Santo Padre Alexandro VII concedió en Roma en Santa María la Mayor», fechado el 27 de febrero de 1666, donde se refrenda el hecho de que todos los integrantes de la Hermandad de la Sangre de Cristo, por el mero hecho de serlo, pasaban a ser también hermanos de la Orden Tercera, es decir, terceroles: «Item: Tiene esta Cofradía una Carta de Hermandad, que todos los que entraren Cofrades en dicha Cofradía quedan Hermanos de la Tercera Orden de nuestro Padre San Francisco, y gozan de todas las Misas y Sufragios que se celebran, Ayunos, Disciplinas y Mortificaciones, que se hacen por todo el Mundo en la Religión de N.P.S. Francisco».
Sin embargo, en todo lo dicho hasta el momento no se hace referencia al “tercerol” como prenda de cabeza, resultando esclarecedor una “noticia particular de Zaragoza” publicada el 5 de abril de 1798 en el “Diario de Zaragoza” en donde se anunciaba que «el martes por la tarde se perdió un capillo de una túnica de tercerol, desde S. Francisco a la Cedacería, se suplica al que le hubiere recogido lo entregue en el Despacho de Diario que le hace falta a su amo para hoy».
Consecuentemente, queda evidenciado que a finales del siglo XVIII ese “capillo” que complementaba la indumentaria usada por los terceroles que portaban los pasos de la Hermandad de la Sangre de Cristo no se aplicaba a la definición que hoy en día viene al imaginario colectivo de la Semana Santa zaragozana cuando se habla del término tercerol. Es decir, esa especie de capucha de tela que sirve para cubrir la testa y cuya tela se prolonga hacia atrás cayendo por la espalda con forma de cola, ya sea completamente lisa o formando diversos pliegues, quedando ésta incluso recogida en el cíngulo o cinturón por su gran largura, como sucede en los llamados terceroles cola de lagarto o en los de gala bajoaragoneses.
Podría resultar plausible que dicha prenda fuera bautizada así en referencia a alguna pieza concreta y característica con la que se ataviaran los miembros de la Venerable Orden Tercera o los participantes en la procesión de la Hermandad de la Sangre de Cristo. Con respecto a la primera posibilidad, y si bien la capucha era el elemento más característico con el que se cubrían la cabeza quienes pertenecían a la primera orden franciscana, lo cierto es que el hábito de quienes componían la tercera era totalmente distinto, considerando además que tenían dos posibilidades de vestir claramente diferenciadas: el cubierto, que era el que debía llevarse de diario y que, básicamente, constaba del escapulario y del cordón franciscano que debía llevarse debajo de la vestimenta ordinaria de su portador (es decir, no siendo visible al exterior); y el descubierto, que durante siglos para los hombres consistía en «una ropilla con faldón que cubra las rodillas; y la capa ha de ser de dos dedos más larga, calzones, sombrero blanco y cordón; y podrán poner golilla o valona a su arbitrio»; y, para las mujeres, «jubón con mangas ajustadas y basquiña redonda, escapulario ancho, toca y cordón sin encajes ni otros aliños».
Ninguna de estas ropas se asemejaría a la prenda de cabeza penitencial que hoy conocemos. Sí que consta, sin embargo, que los novicios terciarios franciscanos vestían una prenda llamada caparón, puesto que la regla franciscana prescribía que no llevasen capucha, siendo ese el único modo exterior que «distingue al novicio del profeso en el modo de vestir» (Uribe Escolar, 2006). El caparón fue definido por el «Diccionario de Autoridades» de 1729 como «capirote o caperuza que sirve para guardar y cubrir la cabeza», proviniendo del «chaperón (sic) francés que significa esto mismo». Dicho chaperón o capirón era «una especie de capucha que se prolongaba a modo de pequeña capa, cubriendo los hombros y parte del torso», surgido en el siglo XII, utilizándose por ambos sexos y siendo «completamente cerrado a excepción de una pequeña abertura para sacar la cara» (Fresneda González, 2013).
Aparentemente, esta prenda podría haber sido un antecedente de nuestro tercerol, e, incluso del capirote sin soporte cónico (tal y como se describió en el apartado dedicado a éste). Consta su relación con los franciscanos y sus órdenes terceras pero, también es cierto que esta pieza acabaría transformándose en un simple trozo de tela, cortado de forma oblonga o elipsoidal, a modo de breva o alcaparrón plano que era cosida a la capilla o muceta por la parte delantera y quedando colgante sobre el pecho. En cualquier caso, lo que si puede asegurarse, siguiendo el testimonio del franciscano zaragozano Antonio Arbiol y Díez, es que los terciarios participaban en procesiones de las Llagas de San Francisco o en las que organizaban en torno al recibimiento de reliquias, «con túnicas, cubierto el rostro como en la Semana Santa, y todos con suelas o sandalias, corradas al modo que las llevan los Religiosos».
Con anterioridad ya se ha comentado que, pese a que desde hace siglos se conoce que algunos participantes del Santo Entierro iban cubiertos, hablándose del uso de capuces, se desconoce con certeza las características de éstos, pudiendo ser capirotes romos, capillos, verdugos u otras prendas de similares características surgidas en otras regiones, como las caperuzas con las que se cubrían el rostro los participantes en la procesión del Santo Entierro de Alcañiz desde el año 1678, los caperuces jienenses, el mocho cartagenero, el gorro de moco ciezano o la faraona, con la que cubren su cabeza los nazarenos de la malagueña Cofradía de los Gitanos, llamada popularmente así por asemejarse al tocado usado por los faraones de Egipto (tierra de la que, precisamente, se ha especulado durante siglos que procedía dicha etnia).
No debe resultar baladí esta última referencia respecto al origen del tercerol, por muy extravagante que pudiera parecer a priori. El nemes, era un turbante rayado usado por los faraones que cubría la totalidad de la cabeza, cayendo verticalmente por detrás de las orejas, amarrándose con un nudo cerca de la nuca a modo de trenza, siendo habitualmente de color blanco adornado con bandas teñidas en azul y quedando fijado a la cabeza mediante una diadema en la que se insertaba el uraeus (una cabeza de cobra símbolo de la diosa Uadyet) y un buitre (símbolo de la diosa Nekhbet), representando así el dominio sobre el Bajo y el Alto Egipto (cf. Remler, 2010).
El ilustre Miguel Allué Salvador, en su defensa y elogio sobre el tercerol zaragozano publicado en el programa de la Semana Santa de 1945, encontraba «fuertes evocaciones del oriente» en este «tocado señorial» consistente en una «capucha de paño negro y rizado con que cubren sus cabezas». Incluso, va más allá, al señalar que «desde el instante en que la imagen del Señor es expuesta en su Sagrada Cama, allí están dándole guardia de honor los terceroles, severamente acomodados en sus respectivos sitiales, con actitud rígida, hierática, que recuerda muy de cerca la de los famosos colosos de Memnón». Una reminiscencia que ya había sido aludida unos años antes por los hermanos Albareda cuando al diseñar el hábito de la Cofradía de la Entrada de Jesús en Jerusalén señalaban que estaba «concebido con arreglo al de los diáconos de la primitiva Iglesia en tiempos de las persecuciones y el tercerol, recordando el tocado de los egipcios», conformándose dicho hábito «de una sola pieza en forma de túnica o manto monástico; blanco crema en lana o estambre; cordón azul; guante negro y cubre cabeza con antifaz análogo al de la Hermandad de la Sangre de Cristo» (Meléndez Pascual y Carrascón Vela, 2013).
Precisamente, y por influencia de la Sangre de Cristo, otras cofradías y hermandades constituidas en filiales de la misma adoptarían el tercerol como prenda de cabeza en detrimento del capirote. En algunas de ellas, incluso, surgiría todo un debate en torno a qué llevar. Así, la Sección de la Virgen de los Dolores de la Hermandad de San Joaquín, sería ejemplo de esta enriquecedora discusión con cruce de misivas en noviembre de 1939 entre el decano de la recién construida sección, Esteban Ducay Hidalgo, y el presidente de la Hermandad, Manuel Gómez Arroyo. En dichas cartas se analizan los pros y contras de cada una de las prendas, estimando como principales beneficios del tercerol el que era «usado por la Sección de la Cama que acompaña al Señor en la Procesión, parece admitir como procedente que también lo usen nuestros hermanos que acompañan a la Virgen Dolorida en la formación, próximos a la sección citada», siendo su uso «más cómodo y su conservación y transporte es más fácil» y señalando como única desventaja respecto al capirote el que éste «resulta muy procesional, si nos fijamos en las tradicionales procesiones del Sur de España, donde tanto y tanto uso se hace de esta prenda». Finalmente, se concluiría que atendiendo exclusivamente a razones de piedad y devoción se debían «aceptar indiferentemente cualquiera de los dos sistemas», siendo incluso aconsejable el cucurucho «por razones de estética», pero que era más recomendable «el tercerol por comodidad e incluso por estética ya que la facilidad con que el cucurucho puede deteriorarse al llevarlo o traerlo en la mano, puede determinar su deformación» (cf. Gracia Pastor, 1999).
Lo curioso es que muchas de estas nuevas corporaciones decidieron seguir estrictamente el modelo de los hermanos receptores de la Hermandad de la Sangre de Cristo y, durante sus primeros años optaron por llevar el tercerol levantado, hasta que a finales de la década de los años cincuenta, el Vicario General instara a todos, excepto a la Hermandad de la Sangre de Cristo, a cubrirse. Esta disposición también desencadenaría reticencias en el seno de algunas cofradías, como en la de la Institución de la Sagrada Eucaristía donde se alegaría que el taparse la cara supondría perder la propia esencia, más espiritual y eucarística que penitencial.
En nuestra propia Cofradía, en la reunión previa a la fundación se habla de que los hermanos de vela llevarían un «gorro con forma cónica verde» aunque el uniforme de los hermanos de tambor «sufrirá también variación el gorro que para éstos será del mismo color pero en forma ajustada a la cabeza y cubriendo a ésta, hasta llegar a colgar por la espalda a la altura de la cintura y pendiendo igualmente por la cara en forma de antifaz». El propio reglamento fundacional señala la previsión de estas diferencias, contemplándose que «los Hermanos de Vela usarán capirote verde con muceta, y los Hermanos de Tambor capucho con muceta del mismo color o capirote, si así se acordara en Capítulo General» (art. 12).
En nuestra primera salida procesional acontecida en la mañana del Viernes Santo de 1940, se señala que «formarán 36 hermanos de vela con capirote; 12 con tambor y tercerol; uno con cornetín y 8 que empujarán el Paso», así como que «a excepción de los hermanos de vela, los demás llevarán tercerol negro». Consiguientemente, en dicha primera procesión, llevarían tercerol negro los portadores del paso de El Calvario, conociéndose que para tal fin la Hermandad cedió ocho terceroles que fueron devueltos junto al paso en 1951; los integrantes de la banda del Regimiento de Infantería nº. 52 que tocaron el tambor y el cornetín de órdenes; y los portadores de los faroles de las Siete Palabras, existiendo constancia gráfica sobre que éstos llevaron túnica negra, a diferencia de los portadores del paso que llevaban túnica blanca y cíngulo verde.
Precisamente, estos portadores de las Palabras, que probablemente en el primer año fuesen personas ajenas a la Cofradía perteneciendo o colaborando de algún modo con la Hermandad de la Sangre de Cristo, serían ya los únicos que durante varios años (al menos hasta 1943, y aunque ya fuesen miembros efectivos de la Cofradía), seguirían vistiendo tercerol. Una prenda que no volvería a utilizarse hasta que en el año 2014, la junta de gobierno decidiera que los portadores del nuevo paso del Cristo de la Expiración en el Misterio de la Séptima Palabra, y siempre que el mismo fuera portado a varal, dejasen el capirote verde y se ataviaran con un tercerol negro evocando a aquellos primeros portadores del año 1940, y con objeto de facilitar al espectador la visión completa de la greca o canasto dotado de cartelas con un alto valor simbólico y teológico.
VII) Ataviarse con mantilla, otra forma de seguir a Cristo por las calles de Zaragoza

Jesús, en el camino hacia su muerte, se encuentra con un grupo de mujeres (cf. Lc 23, 27-31). Pocos son los que a esas alturas le siguieron, siendo muchos los hombres que se escondieron temerosos, acobardados, avergonzados. Y sin embargo, son las mujeres las que estuvieron allí, mostrándole su apoyo incondicional. Mujeres fuertes, valientes, pioneras, revolucionarias, como la propia Virgen María, María Magdalena, Cleofás, Salomé o aquella otra mujer, que la tradición apócrifa quiso dar por nombre el de Berenice (del griego, «portadora de la Victoria») o de Verónica (del latín, vera icon, que se traduciría como icono o imagen verdadera) y que enjuagó con un paño el rostro de Jesús. Mujeres que se enfrentaron a leyes y sociedades retrógradas, convirtiéndose en las primeras cofrades al estar presentes en esa procesión hacia el Calvario o en ese traslado y deposición del cuerpo yacente de Cristo en el Sepulcro.
Desde entonces y durante siglos, prolífica ha sido la presencia de mujeres en cortejos penitenciales y procesiones, manifestando expresiones de pena y de dolor por la muerte de Cristo a modo de plañideras, tal y como era costumbre en cualquier oficio fúnebre honrando al difunto. Existentes desde la antigüedad, en la Biblia aparecen para expresar la desolación que debía causar al pueblo judío la devastación de Sion, poniendo en palabras del mismo «Señor del Universo» el mandato de que trajesen a las más expertas plañideras: «que se den prisa y entonen una elegía por nosotros. Que nuestros ojos derramen lágrimas, que nuestros párpados destilen llanto» (Jer 9, 16-17).
Tradicionalmente, iban cubiertas con un velo y llevaban un vaso (el lacrimatorio) donde recogían las lágrimas que derramaban y que se introducía dentro de la urna del difunto, teniendo constancia de que un grupo de estas lloronas (como también se les llamaba popularmente) asistían a las procesiones de nuestra ciudad, como sucedió en 1529, año en el que visitaría Zaragoza el emperador Carlos V y en el que Christoph Weiditz pintaría unas láminas de los distintos personajes e indumentarias que le llamaban la atención durante este viaje. Así, en la lámina 16 de «Das Trachtenbuch» y bajo el título «Así se lamentan las mujeres de Zaragoza», aparece una mujer que probablemente acompañaría a la procesión de disciplinantes que acudió al monasterio de Santa Engracia y que vestía «un vestido negro largo, que se adivina por el puño de la manga sobre el que viste un gran manto violáceo que cubre la cabeza hasta los pies, desde la cabeza hasta la cintura cae un sobrecapa a modo de toca. Los zapatos son negros y los protege con los chapines. En la mano izquierda lleva un rosario» (García de Paso Remón, 2014).
El tocado y el velo sobre la cabeza, exteriorizando una profunda reverencia y predisposición a recogerse en oración, acabaría dando paso a la mantilla. Confeccionadas primero en paño, bayeta o tela recia; y más adelante, en tejidos más ricos y con encajes como blonda, chantillí o tul, se acabaría imponiendo la costumbre de llevarlas sobre una pieza alta denominada peineta que se ajusta en un moño a través de una serie de púas y que tradicionalmente se elaboraba artesanalmente en carey procedente del caparazón de la tortuga (aunque con el paso de los años y la evolución industrial, se fabricarán mayoritariamente en materiales sintéticos como plástico o metacrilato).
Una prenda que adquiriría su popularidad a partir del siglo XVIII y principios del XIX, al ser usada en ambientes más profanos por majas y manolas, denominación derivada de ser quienes acompañaban a los manolos (hipocorístico de Manuel y sinónimo de guapo, valiente o chulo con el que se identificó a los hombres de las clases populares de Madrid en un famoso sainete de Ramón de la Cruz de 1769), convirtiéndose éstas en auténticas heroínas, musas y hembras de rompe y rasga, caracterizadas por su apasionamiento y patriotismo (cf. Comba Sigüenza, 1988). Sin embargo, su revitalización llegaría con el reinado de Fernando VII y, principalmente, con el de Isabel II, al convertirse en una de las prendas habituales en su vestimenta; y tan corriente llegó a ser, que acabaría sustituyendo a cualquier otro tipo de velo o tocado en los oficios religiosos, máxime teniendo en cuenta la obligación impuesta de que la mujer debía asistir a éstos con la cabeza cubierta (CIC 1917, can. 1262 §2), empleándose especialmente durante la Semana Santa, tanto en las procesiones como en la tradicional visita a siete lugares en los que quedaba reservado el Santísimo Sacramento.
En los inicios del siglo XX, y tal y como describen Oliver Aznar y Nasarre Larruga en su proyecto de reforma del Santo Entierro, las mujeres seguían siendo «las que en mayor número asisten a las procesiones», incluida la procesión de la tarde del Viernes Santo si bien, como se establecía en las «Notas y advertencias importantes» emitidas por la Hermandad de la Sangre de Cristo para la participación en la procesión de 1913, únicamente podían asistir «vestidas de color negro, o cuando menos oscuro, guante igual, y mantilla con velo, que podrán llevar bajo o alzado».
Limitaciones que no eran más que fiel reflejo de lo promulgado por el derogado Código de Derecho Canónico de 1917 en el que, mediante su canon 709, se impedía la integración plena de la mujer en las cofradías y que se mantendrían rigurosamente como denota que, pese a ser varias las cofradías que comenzarían a admitir en sus nóminas a hermanas, la función de éstas se ceñiría principalmente a ejercer de camareras de la imagen titular de cada corporación, custodiando y responsabilizándose de su ajuar, atendiendo y cuidando del arreglo y ornato del correspondiente altar o retablo en el que dicha imagen se expusiera al culto y a, lo sumo, pudiendo beneficiarse de indulgencias y gracias espirituales, porque aunque se posibilitaba el derecho de asistir a los cultos y funciones religiosas, quedaban exceptuadas las procesiones. Un rol, por tanto, secundario y restringido que, lamentablemente, en muchas ocasiones era más propio «de servidumbre que de verdadero servicio» (Francisco I, 2018).
Incluso, aquellas corporaciones en las que la mujer estaba plenamente integrada desde sus inicios y cuyas hermanas participaban con total normalidad en las procesiones penitenciales, tales como la Congregación de Esclavas de María Santísima de los Dolores (conformada exclusivamente por mujeres) o la por entonces aún llamada Muy Ilustre y Antiquísima Esclavitud de Nuestro Padre Jesús Nazareno (mixta), encontraron trabas por parte de la autoridad eclesiástica tales como la instrucción decretada por el vicario general de la diócesis, Ilmo. Sr. D. Hernán Cortés Pastor, por la que únicamente se permitiría la participación de dichas hermanas si en las procesiones fuesen ubicadas en sección separada y llevasen hábito diferenciado con «tocado propio de su sexo» y con el rostro visible, si bien y gracias al nuevo papel que el Concilio Vaticano II otorgaría a la mujer en el seno de la Iglesia y a la transformación en mixtas de la práctica totalidad de cofradías, la rigidez para el cumplimiento de estas normativas iría diluyéndose, dándose conformidad por parte de la Comisión Diocesana de Liturgia, Música y Arte a otros modelos diferenciadores menos notorios como el uso del tercerol para las hermanas de la Cofradía de la Coronación de Espinas, o el triángulo rojo en la bocamanga del hábito de las hermanas de la Cofradía del Señor Atado a la Columna. Elementos que tenderían a desaparecer con el paso del tiempo, y que solamente permanecen en nuestros días por decisión propia de sus portadoras, por devoción particular o por mantener la tradición familiar (en algunos casos, pasando la prenda de madres a hijas) y no como exigencia estatutaria o eclesiástica.
En nuestra propia Cofradía, y ante la imposibilidad de poder participar en las procesiones con el hábito penitencial, ya que a lo máximo que podían aspirar para formar parte de la entidad era a través de la figura de hermanas bienhechoras, consta que en Capítulo General de 16 de marzo de 1980 el hermano mayor, Diego de Paz Rivero, informaba que se había recibido una «petición de una señora que desea salir en la procesión con traje negro y mantilla española», consultando a los hermanos presentes si se consideraba oportuna su asistencia, lo que se resolvió afirmativamente. De este modo, desde el Viernes Santo de 1980 se integraron tras el paso titular de La Tercera Palabra un grupo de hermanas bienhechoras y familiares de hermanos ataviadas de esta manera, incrementándose paulatinamente en los siguientes años.
Afortunadamente, la reforma estatutaria de 1995 posibilitó que la mujer pudiera integrarse en nuestras filas con plenitud de derechos y obligaciones y, consecuentemente, muchas de ellas comenzaron a participar en las procesiones ataviadas con el hábito penitencial pasando a formar parte de secciones como la de instrumentos. Mujeres que, consiguientemente, comenzarán a desarrollar un papel absolutamente primordial en la Cofradía dirigiendo, colaborando, participando, trabajando, involucrándose a lo largo de todo el año y contribuyendo, en grado máximo, a que la Cofradía pueda vivirse en verdadera familia. La apertura a un nuevo modo de vivir la Cofradía, sin embargo, no condicionó ni limitó la consolidación de aquel primitivo grupo de mujeres, ya convertidas en hermanas de mantilla, como acredita su atuendo y la medalla que portan, logrando que esa forma particular de participar en las procesiones no sea algo caduco e impuesto por una sociedad rancia y paternalista, sino toda una expresión de libertad por la que asumen voluntariamente la condición de seguir a Cristo, tal y como hicieron hace más de veinte siglos la Virgen y ese grupo de santas y bizarras mujeres.
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