Las siete últimas frases pronunciadas por Cristo desde la Cruz, llamadas comúnmente «palabras», aparecen en los cuatros evangelios canónicos aunque se presentan dispersas. Así hallamos que en el evangelio de Lucas aparecen tres de las palabras, concretamente la primera «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34), la segunda «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 43) y la séptima «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46); por su parte, en el evangelio de Juan, el discípulo amado que según la tradición apostólica vivió en primera persona todo lo sucedido en el Gólgota, aparecen la tercera «Mujer, ahí tienes a tu hijo, Ahí tienes a tu madre» (Jn 19, 26-27), la quinta «Tengo sed» (Jn 19, 28) y la sexta «Está cumplido» (Jn 19, 30); finalmente, en los evangelios de Mateo y Marcos, y pese a señalarse diversidad de detalles del proceso de la crucifixión, solo mencionan una única e idéntica palabra, la cuarta «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15, 34 y Mt 27, 46).
Como prescriben nuestros Estatutos fundacionales, el fin principal de la Cofradía «es llevar la predicación de las Siete Palabras a diversos lugares de la ciudad el día de Viernes Santo». Pero, ese «llevar a la calle» la predicación de las últimas palabras que Cristo pronunció en la cruz, transformadas en todo un Testamento que el mismo Hijo de Dios nos legó a todos los hombres y mujeres que le seguimos a través de los tiempos, nos compromete a ser algo más que meros actores durante unas horas al año ataviados de verde y blanco.
Y para que las Palabras se hagan presentes en cada momento de nuestras vidas, sean auténtico mensaje en nuestra relación con la humanidad y contemplación en nuestros momentos de oración, a continuación presentamos unas reflexiones de nuestro hermano Pedro Antonio Serrano Luna, licenciado en Teología y diácono permanente.
- I) "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen" (Lc 23, 34)
- II) "En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso" (Lc 23, 43)
- III) "Mujer, ahí tienes a tu hijo, Ahí tienes a tu madre" (Jn 19, 26-27)
- IV) "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mc 15, 34 y Mt 27, 46)
- V) "Tengo sed" (Jn 19, 28)
- VI) "Está cumplido" (Jn 19, 30)
- VII) "Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23, 46)
- Referencias Bibliográficas
I) «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34)

Dios es un Dios cercano para el hombre. Se abaja a nuestra altura. Es un Dios celoso del hombre, así dice: «No te postres ante otro dios, porque el Señor se llama Celoso y es un Dios celoso» (Ex 34, 14). Ama al hombre, (nos ama), con un amor infinito; no puede amarnos de otra manera. Nos ama a cada uno de nosotros como sólo Él sabe hacerlo. Y en otro lugar nos dice: «…porque el señor, tu Dios, es fuego devorador, un Dios celoso» (Dt 4, 24).
Antes de morir por nosotros en el Calvario, ha pasado toda la noche en vela, de un lado para otro: primero en el Cenáculo, donde instituye la Eucaristía para quedarse de una manera especial con nosotros, después en el Huerto de los Olivos, donde le restituye la oreja a Malco, más tarde en el palacio de Caifás, luego ante Pilato y así hasta las nueve de la mañana, azotado, coronado de espinas, aceptando las burlas de muchos y zarandeado por todos.
Toda la noche sin pegar ojo y aguantando todos los ultrajes por nosotros. Es condenado a muerte, y le cargan con la cruz hasta llegar al monte Calvario o de la Calavera. Es crucificado junto a dos malhechores y con todo esto, una vez crucificado, sólo tiene palabras de perdón para todos los que de una u otra forma lo han llevado (lo hemos llevado) a la situación de víctima en un patíbulo ignominioso. Pero aquí estamos todos y cada uno de nosotros con nuestros pecados crucificando a Cristo en la cruz. Ese «perdónanos», va también por nosotros. Por los hombres de todos los tiempos.
«Padre, perdónalos porque no saben los que hacen». ¿Y si supieran lo que hacen?, pues también; hasta setenta veces siete, o cuantas veces te ofendieran. Pero Jesús, crucificado y todo, está ahí cercano al hombre como si no fuera nada con Él. O precisamente por eso, sigue cercano al hombre, a todos los hombres, porque es ahí, en la Cruz, donde, con su muerte va a redimir a todos los hombres del pecado y los va a liberar de la muerte. Dios, que entrega su vida por los hombres, no quiere que los hombres se vayan detrás de dioses falsos fabricados por la mano del hombre, detrás de ídolos que llevan a la perdición, (el dinero, las drogas, el alcohol, el juego, la comodonería, la belicosidad, y todo tipo de vicios que arrastran al hombre a su destrucción). Así vive lejos de Dios, su Creador y Redentor. Y Dios no quiere esto para el hombre, porque sólo en Dios está la felicidad de la criatura hecha a su semejanza.
Pero es que, además, el hombre no sabe lo que hace cuando se va fuera del único centro y meta que es Dios. Si se va fuera de Dios, es un hombre descentrado, no encuentra sentido a su vida, toda su existencia se reduce a lo material y a la nada; a gustos pasajeros de realidades ficticias y efímeras. Descentrado de Dios, el hombre se hace dios a sí mismo y se cree el centro de todo. En su locura trata de sustituir a Dios, en un frenesí de autocomplacencia. En esta situación, el hombre yerra sin un destino fijo, y da vueltas alrededor de sí mismo sin encontrar el fin único para el cual ha sido creado. Es un hombre sin brújula y no sabe lo que hace. Es un hombre desnortado y desconcertado. Cualquier lucecita le llama la atención, le descoloca y le hace olvidar el único Sol de Vida que necesita para ser iluminado y dar sentido a su existencia.
«Dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; que domine…» (Gen 1, 26). Y Dios sigue viendo en el hombre esa imagen suya y esa semejanza que le infundió al crearlo, y de la cual no se arrepiente nunca de haberlo hecho así. Somos imagen y semejanza de Dios, por creación. Somos el espejo de Dios y reflejamos su imagen, somos semejantes a Él, aunque a veces nos desfiguremos mucho por el pecado. De modo que, por mucho que nos alejemos de Él, siempre seguiremos llevando la marca de fábrica, el sello de Dios, la huella del amor, que Dios ha dejado en cada uno de nosotros en el momento de crearnos. Y aunque el hombre reniegue de Dios, Dios nunca renegará del hombre, pues somos sus hijos.
Un Padre como es Dios, no se vuelve atrás de lo que hace: lo hecho, hecho está. Nunca se volverá atrás después de habernos creado. Porque nos ha creado por amor. Somos un puro acto de amor de Dios. No sólo en el momento de crearnos, sino en todos y cada uno de los momentos de nuestra existencia, por los siglos de los siglos. De aquí que, a pesar de que lo crucifiquemos, sigue perdonándonos desde lo más profundo del corazón de Cristo, con aquel grito de infinita generosidad, que clama a su Padre: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen».
Perdónalos porque están hechos a nuestra imagen y semejanza. Por donde quiera que vayan los hombres llevarán siempre nuestra imagen y se parecerán siempre a Nosotros. Aunque vayan detrás de ídolos de barro, aunque crean ser dioses ellos mismos, sin nada más que su propio yo, aunque se prostituyan a sí mismos, aunque bajen a lo más abyecto de la naturaleza humana, los hombres seguirán siendo, criaturas de Dios, hijos de Dios, creados por Dios y amados por Dios. Por eso, ahora que Jesús muere en la cruz, y sabiendo que es el Camino para llegar a Dios, y que ya no se puede estar más cerca de nosotros, «más cerca de nosotros, incluso, que nosotros mismos» (San Agustín), solo le queda por decir al Padre: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen».
II) «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 43)

Jesús está clavado en la cruz entre dos malhechores. Uno de ellos, en un momento dado, se dirige a Jesús. «Y decía: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”» (Lc 23, 42). Y Jesús le responde: «En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el Paraíso».
Jesús estaba esperando este momento. Había dicho en su vida pública: «Yo soy el Buen Pastor. El buen pastor da su vida por sus ovejas…» (Jn 10, 11). Y aquí tenía, una de ellas, (como todos nosotros) y no paró hasta encontrarla.
Ya antes, el Señor habla en Ezequiel, (libro escrito durante la cautividad en Babilonia, 600 años a.C.) sobre que Él es el pastor de su rebaño: «Buscaré la oveja perdida, recogeré a la descarriada; vendaré a las heridas; fortaleceré a la enferma, pero a la que esté fuerte y robusta la guardaré, la apacentaré con justicia» (Ez 34, 16).
Y en Lucas nos dice: «¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas y pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va tras la descarriada hasta que la encuentra?» (Lc 15, 4). Jesús sigue buscando al hombre hasta que lo encuentra. Lo buscado como Creador de su criatura, lo busca como Buen Pastor que da su vida por sus ovejas, lo busca como un Padre a su hijo. Es un Dios cercano.
En la Biblia, «Dios aparece siempre como aquel que toma la iniciativa del encuentro con el hombre», en tanto éste «hace la experiencia amarga y trágica de traicionar a Dios e huir de Él» (Francisco I, 2013).
Pero Lucas prosigue: «Y cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos y les dice: “¿Alegraos conmigo!, he encontrado la oveja que se había perdido”» (Lc 15, 5-6). Si glosamos estas frases, vemos que el Señor se alegra de encontrarnos, y reúne a los amigos y vecinos y les dice: «¡Alegraos conmigo, he encontrado la oveja que había perdido!» ¡Cómo nos quiere el Señor! Y nosotros pasamos de Él, tan campantes. No somos capaces de entender tanto amor a cada uno de nosotros. Tan pequeño es nuestro corazón, tan corta nuestra inteligencia y tan grande nuestro egoísmo. No nos merecemos este Dios tan cercano a nosotros.
Y san Lucas termina el relato: «Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse» (Lc 15, 7). Habrá más alegría en el cielo. También con el Buen Ladrón hubo una alegría tremenda. Un hombre recuperado justo en el suplicio final. Un hombre al que Jesús estaba buscando como a la oveja perdida y no para hasta encontrarlo. Pero aquí no acaba todo. Dios nos busca también como un Padre a cada uno de sus hijos. Un padre que ha perdido a sus hijos. A cada uno de nosotros en particular. Nos busca con un empeño especial en cada recoveco de la vida, en cada encrucijada de nuestro camino. Ahí está la parábola del Hijo pródigo o del Padre misericordioso, también narrada por san Lucas.
Un hombre tenía dos hijos. Y el menor de ellos le dice: Padre, dame la parte que me toca de la fortuna. El padre les repartió los bienes y al poco, el hijo menor se fue a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando gastó todo empezó a pasar necesidad. Y se dedicó a apacentar cerdos. Deseaba saciarse de los que comían los cerdos, pero nadie le daba nada. Así que recapacitó y se dijo: Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantará y me pondré en camino a dónde está mi padre… Así nos dice Lucas: «Se levantó y vino, a donde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos» (Lc 15, 20). Enternecedora escena: el padre se conmueve, echa a correr, se le echa al cuello y lo llena de besos. Menudo Padre, nuestro Padre Dios. Así se le conmovieron las entrañas con el ladrón en la Cruz y así se le conmueven con cada uno de nosotros cuando le pedimos perdón. No reprende: ama. Ama y ama. Es un Padre de misericordia.
Y Lucas sigue: «Pero el padre dijo a sus criados. Sacad en seguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificarlo; comamos y celebremos un banquete; porque este hijo mío estaba muerto y ha resucitado; estaba perdido y lo hemos encontrado». (Lc 15, 22-24).
Este es el final feliz de todo hijo que vuelve al Padre. Un Padre que se derrite por el hombre. Que desea ser su amigo; que desea protegerle contra todo lo que no sea su propia felicidad que es el estar con su Padre y para siempre en una continua fiesta. El hombre disfruta de la cercanía de Dios, disfruta de su contemplación cara a cara. Y Dios se complace en la felicidad del hombre para la cual ha sido creado, y por la que ha dado su vida para hacernos merecedores de su amor con tal de que queramos estar con Él. Por eso le dice al Buen Ladrón: «En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el Paraíso». Y se produjo una explosión de fiesta en el cielo por la vuelta del hijo perdido y todo gracias a la acogida y a la cercanía de nuestro Padre, Dios.
III) «Mujer, ahí tienes a tu hijo, Ahí tienes a tu madre» (Jn 19, 26-27)

Jesús, sintiéndose morir, y viendo que su madre se va a quedar sola, abandonada y, por lo tanto, sin sustento, por no tener a nadie más que a Él, se dirige a su Madre y al discípulo amado y les dice: «Mujer, ahí tienes a tu hijo», «Ahí tienes a tu madre».
Dios no nos deja solos; no nos abandona, está siempre a nuestro lado. Jesús, como buen judío, y cumplidor de la ley, amigo de los niños, de los enfermos, de los pobres y de las viudas, no puede dejar sola a su madre viuda y sin Hijo muy pronto. La palabra «Mujer», evoca el comienzo de la salvación prometida por Dios después del pecado de Adán y Eva; y esta Mujer será para siempre, la colaboradora de Jesús, su Hijo, en la salvación del género humano: «Mujer, ahí tienes a tu hijo».
Pero además, cuando el Señor le dice al discípulo amado: «Ahí tienes a tu madre», nos da a su madre por Madre nuestra, a todos los hombres. Ya no está sólo Jesús con nosotros, nos da también a su Madre, María. Estamos ante una doble compañía, ante un perpetuo acercamiento de Dios al hombre, esta vez a través de su Madre y, por tanto, de una Mujer, que es toda de nuestra misma estirpe, Ella es la que nos lleva siempre a Jesús, Ella nos muestra el camino para llegar a Jesús. «No hay camino más seguro y fácil que María por el cual los hombres pueden llegar a Cristo» (Pío X, 1904). «Y es que todo en María apunta a Jesús. Amando a María se llega a amar plenamente al Señor Jesús» (Figari, 1996).
El Señor muere (para resucitar), pero no nos quiere dejar solos. Ahora nos entrega a su Madre como Madre nuestra. ¿Puede haber generosidad más grande? María, a madre de Jesús, madre nuestra. Y ¿qué madre hay que pueda negar a sus hijos algo que le piden? María, nuestra madre, es una gran valedora ante su Hijo, ante Dios. María es una madre de amor: «Yo soy la madre del amor hermosos y del temor; del conocimiento y de la santa esperanza, me doy a todos mis hijos, escogidos por él desde la eternidad» (Eclo 24, 18). Solo el amor que nos tiene le hace ser nuestra Madre y como nos ha recibido por hijos es toda enteramente, amor con nosotros. Nadie ama más a Dios que María, y así, después de Dios, nadie hay que nos ame más a los hombres que está amorosísima Madre. Y como ella misma dice: se nos da a todos nosotros, sus hijos.
Los cristianos, somos hechos hijos adoptivos de Dios, por el bautismo. Es una filiación, adquirida por Jesús ante su Padre, Dios. Un nuevo título que nos hace estar todavía más, si cabe, en las cercanías de Dios. O, dicho de otro modo, Dios está de una más, cercano, muy cercano al hombre, de modo que si ya era hijo por creación, ahora es hijo por adopción y a partir de la Cruz, es hijo por decisión del mismo Dios, de María, la Madre del Hijo, y por lo tanto, somos hermanos en el Hijo, puesto que tenemos una misma Madre. El mismo Jesús había dicho «…Y sabed, que Yo estoy con vosotros, todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28, 20). Y lo dice en presente: «Yo estoy», Él está con nosotros de muchas maneras, para que podamos sentir su presencia en todo momento, en cualquier situación que nos encontremos, sea en la enfermedad, en la soledad, en el trabajo, en la aflicción, en el dolor, en la tristeza, también en la alegría y en la felicidad. Dios está con nosotros. Otra cosa es que nosotros no lo veamos así, no lo sintamos así, no nos demos cuenta de que su presencia que lo abarca todo en nosotros, con nosotros, por nosotros, para nosotros. Es posible que seamos ciegos, y no le veamos, que seamos sordos y no le oigamos, y que no tengamos el fino sentido de encontrarlo dentro de nosotros mismos, y dentro de los demás hombres nuestros hermanos. Seremos más felices si nos damos cuenta de su continua presencia que todo lo inunda, y que nos sumerge en el mar infinito de su divina misericordia.
Pero, no satisfecho con esto, el Señor nos da a su Madre como Madre nuestra, que es otra forma más de estar con nosotros: «Ahí tienes a tu madre». Y ahí está nuevamente Jesús con nosotros, porque donde está la Madre está también el Hijo. La Madre, nos dio al Hijo en Belén, y le puso «…por nombre Emmanuel, que significa Dios-con-nosotros» (Mt 1, 23), y ahora, a la hora de la muerte, es el Hijo el que nos da a su Madre, para seguir estando, si es posible, más unido a nosotros, con mayor cercanía, con la cercanía de una madre, única y sin mancha como la suya. Una Madre entregada a Dios y a los hombres al pie de la Cruz. En un dolor inmenso que solo Ella como Madre puede saber y soportar, por el amor tan grande que tiene a Dios y a los hombres.
Y aún añade Jesús, en otro momento de su vida: «Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 20). Y vuelve a insistir en el presente. No es un futuro, es otra vez presente, porque el que es el alfa y la omega, todo lo tiene presente. Nos lo dice san Juan de Jesús en el Apocalipsis: «Yo soy el alfa y la omega, el principio y el fin, el primero y el último» (Ap 22, 13). Para Dios, no hay un antes y un después. Es siempre el ahora, el presente, el Único. Y nos dice: Sólo dos o tres reunidos en su nombre. Bien poca cosa para que el Señor esté de una nueva manera en medio de ellos, en medio de nosotros. Como una gallina con sus polluelos, como una madre con sus hijos en su regazo, como un Dios que sigue amando a su criatura más que a ninguna otra cosa en el mundo. Así es de cercano,…, hasta la sociedad. «Mujer, ahí tienes a tu hijo», «Ahí tienes a tu madre». ¿Podemos pedir más?.
IV) «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15, 34 y Mt 27, 46)

Dios no abandona nunca a los hombres: ¿Por qué, pues, estas palabras del Señor en la cruz? Jesús ha cargado con todos los pecados de todos los hombres de todos los tiempos; esta carga de pecados, aunque sólo fuese un único pecado, repele a la Santidad de Dios; Dios y el pecado son incompatibles. Este es el gran problema de Jesús: se ofrece al Padre para morir por nuestros pecados, y dentro de Jesús, la divinidad inmaculada de Dios, no puede soportar la humanidad de Jesús llena de pecado. Este es el gran drama de Jesús en la Cruz. Este es el gran misterio de Jesús ante el Padre, que lo entrega a la muerte por amos al hombre. Por eso clama que Dios le ha abandonado. Pero Dios no le ha abandonado.
Hay autores en Cristología que opinan que sí que hay abandono de Jesús por parte de Dios en ese momento; pero hay otros autores que opinan que no. Nos quedamos con la segunda opinión (cf Jn 10, 30).
Todos nos hemos encontrado alguna vez en un ambiente de calor en el cual se encuentra alguna persona que tiene frío. Este frío sí lo sufre esta persona, pero en un ambiente de calor donde algunos van en mangas de camisa. Es un frío subjetivo, no es un frío objetivo y por lo tanto real.
Jesús está rezando el Salmo 22 completo, que comienza con esas palabras, pero no es un grito de desesperación, sino de confianza ilimitada en Dios. Este salmo se titula «Gritos de muerte y gloria» (Salmo 22) y antes «Oración de un justo que sufre» (Álvarez Valdés, 2016).
«El límite del sufrimiento es sentir el abandono de Dios, que parece no escuchar la oración» (Schökel y Mateos, 1966). «Pero es uno de los salmos más esperanzadores de toda la Biblia». «Desde el seno pasé a tus manos, desde el vientre materno tú eres mi Dios» (Salmo 22, 11). El hombre está siempre en las manos de Dios, Él nos cuida con amor de padre y de madre, y así nos dice en el salmo 63: «…y a la sombra de tus alas canto de júbilo» (Salmo 63, 8).
Estamos cobijados debajo de sus alas, como los polluelos debajo de las alas de la gallina, sintiendo el calor de Dios, el amor de Dios, saboreando la inmensa ternura que nos tiene, cómo nos acaricia en cada momento de nuestras vidas, incluso, aunque no nos demos cuenta; incluso, aunque creamos que no nos escucha o que no nos oye. Él siempre está atento a lo que le pedimos. Así continúa el Salmo 22 que empieza tan desconsoladamente: «Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré» (Salmo 22, 23), «del extremo del dolor pasa a la seguridad de la esperanza: la salvación es cierta, próxima y ya puede invitar a la comunidad a que se una a él en la alabanza a Dios» (Schökel y Mateos, 1966).
El sufrimiento de Jesús en la Cruz, es el sufrimiento de todos nosotros, Él asume nuestros pecados, pero también nuestros sufrimientos, y todos los problemas que podamos tener en nuestra vida. Él lo asume todo, por nosotros, no sólo nos rescata del pecado y de la muerte, nos rescata de todas nuestras penalidades, por muchas que sean, y aunque no se lo agradezcamos. Él está ahí como víctima propiciatoria ante el Padre, y asume todas nuestras debilidades y nuestras traiciones. Por eso, este siervo sufriente, alcanza el ser escuchado por Dios: «Porque no ha sentido desprecio ni repugnancia hacía el pobre desgraciado; no le ha escondido su rostro; cuando pidió auxilio, lo escuchó» (Salmo 22, 25). De esta manera se pone de manifiesto que Dios está escuchando la oración del hombre sufriente, un hombre inocente y perseguido. Está escuchando la voz de todo aquél que sufre, aunque parezca que no hace caso. «Dios está presente en la existencia del orante con una cercanía y una ternura incuestionable» (Benedicto XVI, 2011). Aun cuando creamos que Dios no nos escucha, estamos en las manos de Dios, Él nos cuida de una manera mejor de lo que nosotros podamos pensar. A nosotros nos urge todo, en seguida, ya; Dios tiene sus tiempos, tiene su hora, tiene su momento, su instante, pero nunca nos abandona. Tenemos que saber pasar por donde él quiere que pasemos, porque es lo mejor para nosotros. Nos tenemos que acrisolar.
«Cuando seamos capaces de confiar en Dios hasta el extremo, hasta las circunstancias más difíciles y penosas, entenderemos la escena de Jesús, muriendo en cruz. Entenderemos que hemos de pasar por una muerte para resucitar. Esa muerte se traducirá en cambios profundos en nuestra vida, incluso cambios en nuestra forma de ser y de pensar. Mantener la fe a toda prueba nos templa como el fuego. Y nos hace personas nuevas, más libres, más vivas. Resucitadas» (Iglesias Aranda, 2014). Este es el problema que tenemos que entender: Dios está siempre a nuestro lado, pero tenemos que morir para resucitar, tenemos que padecer, para expiar nuestros pecado, tenemos que sufrir para comprender a los dolientes, y tenemos que ver en cada hombre un hermano al que acompañar, ayudar, atender y consolar, de la misma manera que el Señor, nuestro Dios, hace con nosotros: acompañarnos, ayudarnos, atendernos y consolarnos. Aunque parezca que estamos en un completa soledad y en un abandono total. Es un simple sentimiento subjetivo y negativo, porque no sabemos ver la realidad de las cosas. Así nos dice Rabindranath Tagore: «Si lloras porque se oculta el sol, las lágrimas, no te dejarán ver las estrellas». De esta manera, nos podemos hacer una idea falsa de la realidad. No los parezca o no, nuestro Señor, Dios, siempre está con nosotros. No podemos dudar nunca, ni un solo instante, de que Dios, nuestro Padre, está continuamente a nuestro lado, y, además, de una manera eficaz y operativa, en activo; no pasivamente, aunque no lo veamos, aunque no los sintamos, aunque creamos que estamos solos en las encrucijadas de la vida, aunque su silencio no lo entendamos; Él va siempre junto a nosotros, dentro de nosotros, llevándonos por el camino seguro, como nos dice el Salmo 23: «Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan» (Salmo 23, 2-3). Tu vara y tu cayado, me dan tranquilidad, me serenan, me dan seguridad. Tú estás siempre a nuestro lado, cuidándonos continuamente. Cada vez sentimos más la cercanía de tu presencia.
V) «Tengo sed» (Jn 19, 28)

Tengo sed. Es el grito de un crucificado, en este caso Jesús de Nazaret. Algo normal después de la pérdida de sangre que padece el Señor y por la fiebre que le producen las heridas. Por la pérdida de sangre en el Huerto de Getsemaní, «…Y le entró un sudor que caía hasta el suelo como si fueran gotas espesas de sangre» (Lc 22, 44); por los azotes, que rajaron la piel de su cuerpo y desgarraron su carne; por la corona de espinas que atravesó la piel de su cabeza; por las tres caídas llevando la cruz; por la crucifixión. Nos sorprende que «siendo la fuente de agua tuvo sed para que los que le buscan no tengan sed jamás» (Trujillo, 2015).
Pero el Señor, tuvo sed (tiene sed también hoy en día) con dos grandes sentimientos: uno físico y el otro moral. El Señor sufre el máximo dolor físico que se pueda sufrir por nuestros pecados sin que quiera eludir ningún sufrimiento, -«Le dieron a beber vino mezclado con hiel» (Mt 27, 34), para mitigar su dolor-, pero no lo bebió para sufrir al máximo por nosotros, para cumplir la voluntad del Padre) de modo que podamos sentir en nosotros lo muchos que nos ama. Y en cuanto al dolor moral, es la sed que tiene de todos nosotros en particular, de que le amemos, de que amemos a nuestros hermanos los hombres, de que sigamos el camino que Él nos ha enseñado. Es la sed de todos los sedientos del mundo, Él carga con la sed de todos los hombres, y la hace aquí explícita en la Cruz. Toda nuestra sed se le apropia Jesús en el Calvario para que nosotros no tengamos sed.
¿Cómo puedes decir Señor: «¡Tengo sed!», cuando no hace mucho nos has dicho: «El que tenga sed que venga a Mí y beba el que cree en mí, como dice la Escritura: de sus entrañas manarán ríos de agua viva» (Jn 7, 37-38). Tú eres un manantial de agua viva que apagas la sed de todos los que confían en Ti; tienes sed de amarnos y de que te amemos; sed de hacernos felices. Te desbordas de misericordia por nosotros, nos aceptas tal y como somos, sin importar cómo estemos o cómo nos comportemos contigo. Tu amor por nosotros es insaciable, cada vez nos quieres más y más.
«¡Tengo sed!», Tú tienes sed de salvación de los hombres, tienes sed de nuestra santidad, quieres que seamos perfectos como tu Padre: «Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48). Es ahí, en esa perfección, donde somos felices; por eso, tienes sed de nuestra reconciliación, tienes sed de que hagamos el bien, tienes sed de adoración a tu divinidad. Tienes sed de amarnos y de que nosotros te amemos. Tienes sed de nosotros tal como somos, con nuestras imperfecciones, nuestras debilidades, nuestras rebeldías, nuestras infidelidades. Tú quieres que confiemos en Ti totalmente, ya que has muerto por nuestro amor. Que nos demos cuenta de que fuera de Ti, sólo nos queda el vacío, un desasosiego total, sólo está la infelicidad. No hay dicha fuera de Ti. Y Tú quieres estar cercano a nosotros, con esa cercanía de tu sed por ser todo nuestro y nosotros todos suyos. Enteramente tuyos, en cuerpo y alma. Si Tú no estás con nosotros, ¿qué será de nosotros? Así lo dice el apóstol. «Simón Pedro le contestó: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 38). Sólo Tú puedes saciar nuestra sed de eternidad, nuestras ansias de vivir perpetuamente a tu lado en plena felicidad.
«¡Tengo sed!», y sin embargo eres la fuente de agua viva, como le dices a la Samaritana: «Pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed; el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna» (Jn 4, 14). Y nos quieres hacer partícipes de esa agua viva que nos desborda de felicidad, estando a tu lado. Tienes sed de nosotros, para que no nos vayamos de tu lado; nos buscas sin cesar, sabes cómo somos. Tú tienes un corazón que nunca se cansa de amarnos; nos llamas, anhelas estar con nosotros, nos aceptas con nuestras miserias, nuestra soledad, nuestros pecados, y nuestras necesidades y con todo nuestro deseo de ser amados por Ti.
Tú, Señor, estás deseando perdonarnos y sanarnos de todas nuestras imperfecciones y calamidades. Y nos esperas una y otra vez, en cada situación de la vida, y aguardas a que nos volvamos a Ti, para restañar nuestras heridas, porque tú has asumido todas nuestras situaciones, buenas y malas, por muchas que hayamos podido pasar. Tú sabes Señor, que somos unos desgraciados, dignos de lástima, que somos pobres, ciegos, y estamos desnudos. Y, aun así, tienes tanta sed de nosotros que nos dices: «Mira, estoy de pie a la puerta y llamo…» (Ap 3, 20). Nos estás esperando noche y día, pacientemente. Tú no tienes prisa, como nosotros. Tú, esperas y esperas, porque sabes la gran necesidad que tenemos de Ti, y todo lo haces por nuestro bien. Pasa saciarnos de Ti, y todo lo haces por nuestro bien. Para saciarnos la continua sed que padecemos de tu amor. Estás esperando la más pequeña señal nuestra de acercarnos a Ti, para venir a nuestro lado, para entrar en nuestra casa, a nuestro corazón y darnos la paz y el gozo que tanto anhelamos. Estás en silencio, para no molestarnos, y nos esperas con todo tu poder para darnos todo lo que necesitemos. «¡Tengo sed», tengo sed de vosotros, y este grito sólo se acabará en la consumación de los tiempos. Y estás a la puerta de cada uno de nosotros los hombres. «Es verdad. Estoy a la puerta de tu corazón, de día y de noche. Estoy a la puerta de tu corazón y llamo… ábreme, porque tengo sed de Ti» (Teresa de Calcuta).
VI) «Está cumplido» (Jn 19, 30)

Todo está cumplido. Es decir, tu vida terrena entera, Señor, y por lo tanto, la obra que el Padre te confió para que la cumplieras. Has cumplido todo perfectamente, que es amarnos hasta el final. «…Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). Así nos amas. Y así nos lo has dado a conocer a lo largo de tu vida terrena, tal y como respondes a los discípulos de Juan: «Id y anunciad a Juan lo que habéis visto y oído; los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan, los pobres son evangelizadores» (Lc 7, 22). Toda una muestra viva de tu amor por nosotros, de tu amorosa cercanía por los hombres de todos los tiempos, y en particular por los más desvalidos. Tu cercanía nos da luz, nos permite seguirte, nos limpia, nos hace oírte, nos resucita es espíritu y en verdad y nos evangeliza continuamente. Es una cercanía activa, cuidadosa, tierna, sincera, servicial, atenta y solícitamente maternal.
«Está cumplido», así nos lo dices. «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4, 21). ¿Y qué nos dice en Ella? «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19). Tú eres el Ungido, el Señor, el que proclama el año de gracia del Señor que no se acaba nunca, porque tú eres la misericordia personificada en tu amor por todos los humanos. Porque la fuerza que tenemos para amar nos viene de Ti, que eres amor, amor entregado por nosotros y sacrificado en la Cruz para la Redención del Mundo. Tú eres el camino hacia el Padre, la unión entre el Padre y el hombre, el valedor de los hombres ante el Padre, nuestro abogado perpetuo, nuestro defensor desinteresado en todos los momentos de la vida.
«Está cumplido», nos enseña a aceptar el sufrimiento tal y como nos muestras con tu ejemplo, ya que es el único modo de introducirnos en el sacrificio de tu Cruz, Señor y parecernos a Ti. Así nos lo dices en las Bienaventuranzas. «Bienaventurados los pobres en el espíritu, (porque reconocen sus pecados, se arrepienten y buscan el perdón del Padre) porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los manos, (ya que son los que están sujetos a Dios y tienen dominio sobre sí mismos) porque ellos heredarán la tierra. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, (estos son los que tienen gran deseo de hacer la voluntad de Dios en todo momento) porque ellos quedarán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, (son los hombres que ayudan a los necesitados y perdonan las ofensas que reciben de otros) porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, (el corazón es la fuente de nuestra conducta y engloba a toda la persona con sus actos) porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la justicia, (son aquellos que promueven la paz), porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, (porque la justicia acarrea la persecución y ésta se recompensa con el cielo) porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5, 3-10). Así, Señor, Tú estás con nosotros los hombres en nuestras tribulaciones, en los sufrimientos, en el ejercicio de la misericordia, en nuestra calidad de manos a imitación tuya, («Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón…»), cuando tratamos de construir la paz, cuando ayudamos a los necesitados en cualquier tipo de necesidad que sea, tanto material (en la mitigación del hambre, la sed, la desnudez, la enfermedad, cuando acojo al hermano) como espiritual (enseñando al que no sabe, consolando al triste, aconsejando al que lo necesita, perdonando las injurias, etc.), Tú, Señor estás aquí con nosotros, puesto que sin Ti, esto no lo podríamos hacer. Cualquier clase de amor hacia Ti o hacia los hermanos, sólo procede de Ti y sin Ti nada de esto sería posible.
«Está cumplido», con esto nos dices que has llegado a la meta que por amor a nosotros, te ha puesto el Padre y que Tú has aceptado llevado por el Espíritu. De esta manera, la Pasión de Cristo fue y tiene que ser vivida como un acontecimiento trinitario, en que Dios entero estaba implicándose (González de Cardenal, 2013). Y esta implicación de Dios, es su infinito amor a los hombres. Jesús sufre de una manera atroz y muere violentamente a fin de que el sufrimiento y la muerte de los seres humanos puedan, desde entonces, ser habitados por el amor del Padre. Aquí, en la Cruz, hemos de descubrir el verdadero sentido de la vida, la verdadera grandeza de la persona humana y, sobre todo, el amor del Padre a los pequeños y a los pobres. ¡Qué mensaje de redención para inmensa hilera de los perdedores, de los postergados, de los pobres, de los arrollados por la vida! ¡Qué esperanza para todos nosotros, dado que, antes o después, todos perteneceremos a la categoría de los perdedores!. Desde que Adán y Eva cometieron el primer pecado todos somos perdedores y sólo Tú nos salvas de este desastre. «Todo está cumplido». Está cumplida la voluntad del Padre. El carácter de acatar la voluntad del Padre: es un acto de adoración (Zubirí Apalategui,1997). Pero es que además la voluntad de encarnarse el Verbo, es Dios para el hombre, por el hombre y con el hombre (Álvarez Gómez, 2006). Es Dios, a nuestro lado, a nuestra disposición. Es Dios a nuestro servicio, tal como nos dice Él mismo. «Igual que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate de muchos» (Mt 20, 28). Somos ciegos y sordos si no nos damos cuenta de esto. Aunque esto sea tener ya el cielo en la tierra. Tenemos a Dios con nosotros y no nos damos cuenta. Tenemos el Reino de los Cielos aquí en la tierra y pasamos. Tenemos el agua entre las manos y se nos va sin beberla. Así tenemos a Dios entre nosotros y nos somos conscientes de su cercana compañía y de tanto como nos ama: «Está cumplido», ¿lo podremos decir también nosotros?.
VII) «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46)

La muerte, es el último acto, el definitivo y decisivo, del cumplimiento de la voluntad de Dios. Jesús nos lo enseña así desde la Cruz. Aún es más, la muerte es el mayor acto de adoración a Dios.
Señor Jesús, has dado (la sigues dando) por nosotros hasta la última gota de tu sangre. Tú eres el cordero degollado. Tu inmolación al Padre por nosotros, tu misterio pascual, cumple y supera sobradamente, las esperanzas de todos los pueblos y de todos los hombres. Con tu morir en la Cruz por amor nuestro, demuestras que eres nuestro amigo, pues das la vida por nosotros. ¿Qué tenemos que hacer nosotros por Ti? Tú, que eres Amor, mueres de amor por nosotros. «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13). Con tu muerte nos haces descubrir el verdadero sentido de la vida, la verdadera grandeza de la persona humana y, sobre todo, el amor del Padre a los pequeños y a los pobres. El amor del Padre a todos y cada uno de nosotros, tal como somos, pobres y miserables, desvalidos e impotentes, para poder hacer algo sin Ti. Tú, Dios, eres Amor. Así nos lo dices por san Juan «…porque Dios es amor» (1Jn 4, 8). Y Jesús, clamando con voz potente, dijo: «Padre, a tus manos encomiendo mis espíritu» (Lc 23, 46). El Hijo clama al Padre porque en él actúa el Espíritu el cual se hará manifiesto en la Resurrección (Hch 2, 33). En este clamor del Hijo podemos ver también el clamor de tantos hermanos suyos, los hombres, podemos ver la voz angustiada de tantas víctimas (Álvarez Gómez, 2006). Señor Jesús, Tú clamas al Padre por todos nosotros, por toda la angustia de tus hermanos los hombres, de cualquier tiempo y lugar, en cualquier situación o circunstancia, Tú te haces cargo de todas nuestras miserias humanas, te haces cargo de nuestras enfermedades, de nuestros dolores, físico y morales, de nuestras infidelidades, de nuestro dolor de sentirnos despreciados, de nuestra soledad y abatimiento ante el peso de nuestros pecados, todo lo asumes por nosotros. «Pues vosotros, hasta los cabellos de la cabeza, tenéis contados» (Mt 10, 30). Nada escapa a tu amorosa omnipotencia. Todo lo empleas en hacernos el bien a todos los hombres, aunque no nos demos cuenta.
Tan cerca estás de nosotros, que te has querido quedar aquí en la Tierra de una manera especial con la Eucaristía. «Mientras comían, Jesús tomó pan y, después de pronunciar la bendición, lo partió, lo dio a los discípulos y les dijo: Tomad y comed, esto es mi cuerpo. Después tomó el cáliz, pronunció la acción de gracias y dijo: Bebed todo; porque esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos para el perdón de los pecados» (Mt 26, 26-28). Próximo ya a morir y a dejarnos solos para partir al Padre, instituyes la Eucaristía. De este modo, te has quedado con nosotros, los hombres, de una manera aún más íntima, de forma que te podemos recibir en cuerpo vivo (a Ti todo entero) y en sangre viva caliente y derramada (también a Ti todo entero), dentro de nosotros mismos. De esta manera nos deificas, nos haces más semejantes a Ti, nos das la gracia santificante y nos das la gracia propia del sacramento, y, siendo como eres Dios, te acercas a nosotros, para estar en tu dulce compañía de una manera más cercana, y más digna por nuestra parte. Te desbordas de esta manera con nosotros, sin que nosotros podamos explicar todo lo que nos das en la comunión. Y te quedas en el sagrario de todas las iglesias repartidas por el mundo, esperando a que te vamos a recibir y a hacerte compañía. Es una compañía mutua, pero en donde Tú estás muy por encima de nosotros: como el médico con el enfermo, el rico con el pobre, el que es libre con el prisionero, el que es todo Amor con el que busca un poco de amor. Una compañía mutua entre el que es Todo y el que es nada.
Y en este amor con el que nos desbordas, nos dice por boca de san Pablo: «No sabéis, que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros» (1Cor 3, 16). Somos templo del Espíritu Santo, y somos custodia de tu cuerpo y de tu sangre cuando recibimos la comunión, somos siempre templo de Dios, templos vivos en los cuales habita Dios, en toda su plenitud y en su divinidad trinitaria. Nos invade la Trinidad santísima de Dios, para darnos todo lo que le pidamos. El Templo es el lugar idóneo para el recogimiento y la oración. El lugar de encuentro con Dios y con los hermanos. Es ahí donde te podemos dar culto continuamente. Lo importante es que es culto sea un culto «en espíritu y verdad», como dice Jesús. Este culto en espíritu y en verdad es la unidad entre lo que se vive y lo que se ora al Señor, en el cual no hay separación entre vida y espiritualidad. Por lo que el Señor nos pide que la relación con Él y la relación con los hermanos sea la misma. De aquí, que el conocimiento de Dios sea sobre la percepción de una presencia real, viva y personal (CEE, 1998). Y es en esa percepción de tu presencia donde hemos de ver a los hermanos con la misma mirada con que los ves Tú, que es la misma con la que nos ves a todos y cada uno de nosotros: con un corazón de Padre. Nos deleitas con tu presencia, nos animas a entregarnos por amor a Ti y a los demás, de modo que en ese amor nos dices por san Pablo: «Ninguno de vosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; así que vivamos, ya muramos, somos del Señor» (Rom 14, 7-8). En todo momento somos tuyos Señor, porque hagamos lo que hagamos, o nos suceda lo que nos suceda, somos tuyos desde nuestra creación; desde el primer momento de nuestra existencia. «Pues en Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17, 28). Tú nos has rescatado de la muerte con tu muerte, y con tu muerte nos das ejemplo de tu morir y entregarte al Padre. En este ser tuyos, Señor, enséñanos a vivir y a morir como Tú quieres que vivamos y muramos, a fin de que podamos decir como Tú, desde lo más profundo de nuestro ser con un corazón arrepentido. «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». Y que Él nos acoja en su seno.
Referencias Bibliográficas
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