Pocos días después del inicio de la Cuaresma, y con ella el tiempo de preparación para vivir como se debe la Semana Santa, comenzamos a oír una palabra que en poco tiempo se hizo familiar para todos: coronavirus. Y con ella comenzaron a llegar noticias de suspensiones o aplazamientos de actos. Hasta que pocos días después llegó la noticia que no por esperada fue menos dolorosa: este año 2020 no íbamos a poder desarrollar nuestras procesiones por las calles de Zaragoza.
Faltaban pocas semanas para que diese inicio la Semana Santa, pero desde el primer momento tuvimos claro en la junta de gobierno que no habría procesiones pero sí Semana Santa. Por ello nos pusimos a trabajar de inmediato para ver de qué forma podíamos estar lo más cerca posible de cada hermano, aun teniendo que encontrarnos cada uno en nuestras casas.
Y llegó la Semana Santa. Una Semana Santa diferente. Este año, por primera vez desde nuestra fundación, no nos fue posible estar presentes en las calles de nuestra ciudad, pero sí que fieles a nuestra cita de cada mañana del Viernes Santo realizamos la predicación de las Siete Palabras. Este año hemos tenido la oportunidad de vivir una Semana Santa desde dentro, mucha más interior y espiritual que en otras ocasiones.
Tras celebrar la Resurrección del Salvador y con ello concluir el Triduo Pascual, continuamos trabajando para estar lo más cerca posible de todos.
Predicación de las Siete Palabras por el consiliario Rvdo. D. Fernando Urdiola Guallar
Sin procesión, con el ágora público de nuestras calles desierto pero lleno de nuestras travesías virtuales que nos permiten vivir este Viernes Santo como una experiencia única. Un Viernes Santo para no olvidar. Vamos a comenzar nuestra octogésima predicación de las Siete Palabras también de un modo excepcional. Pero hagamos de la excepcionalidad una oportunidad, porque en las Siete Palabras de Nuestro Señor en la cruz entra en juego con todo su énfasis el ejercicio de nuestra libertad.
Cristo colgado del madero es el mayor símbolo, no sólo de amor y de entrega, sino también de esa libertada llevada hasta el último extremo. Estas palabras hoy resuenan con más fuerza que nunca porque en ellas depositamos el dolor, el sufrimiento y también la muerte de las víctimas de esta pandemia mundial. Cristo vino al mundo para traernos vida, para morir por la vida, para resucitar y llamarnos a toda la humanidad a la salvación. Las Siete Palabras presentan el Evangelio en toda su magnitud, en toda su amplitud, con toda su plenitud.
Y, qué curioso, que la primera palabra de Nuestro Señor crucificado sea el perdón. ¡Pura coherencia de vida! Lo que más le tuvo que doler a Jesús, lo que más le sigue doliendo hoy al dueño y Señor de la vida, lo que más no hace sufrir también a nosotros, es esa carencia de amor, el no tratarnos ni tratar a Dios con amor. Y no nos tratamos con amor cuando ausentamos al Señor de nuestras vidas, cuando permanecemos indiferentes ante el prójimo que nos necesita. Cristo asume su situación y por esa coherencia, suplica al Padre el perdón para aquellos que le acusan, le ajustician y le cuelgan. Y para nosotros cuando no sabemos lo que hacemos. Padre, perdónales porque no saben lo que hacen.
Y junto al perdón, queridos hermanos, la esperanza. Esa llamada a la que todos nos podemos acoger porque no es otra que la de la vida eterna. Vida que, por otra parte, ha de transitar aquí en la tierra y pasar previamente por la experiencia de la muerte. Jesús se manifiesta a lo largo de toda su existencia como la experiencia sanadora de Dios nuestro Padre, y nos invita también desde la cruz a que le aceptemos como aquel que nos salva. Él no es un mero espectador sentado en su butaca contemplando este espectáculo dantesco, inverosímil, por el que nuestra vida está atravesando sin querer. Hoy Cristo participa de nuestros dolores; no evade la cruz ni la esquiva. El hoy del paraíso es ser conscientes de que vivimos para amar. Y amar no de cualquier manera. Amar de un modo singular y único: amar como Jesús, el Señor, nos enseñó. Amor sin medida, sin barreras y sin fronteras. Tal y como le dijo al buen ladrón, nos dice que ampliemos nuestra capacidad de amar para que al final de nuestra existencia nos pueda decir: En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso.
Y vamos transitando en esta experiencia de la Cruz para ahora recordarnos Jesucristo que somos familia, que somos comunidad, que somos Iglesia; que no estamos solos, que estamos invitados a vivir en comunión de fe, de vida, de amor; que estamos hechos para comunicarnos, para decirnos, para entendernos. Esta es la mejor terapia que nos podemos ofrecer los unos a los otros en este Viernes Santo tan particular. Hoy cobra especial actualidad esta tercera palabra: Mujer, ahí tienes a tu Hijo; Hijo, ahí tienes a tu Madre. Ahondar en lo mucho que nos necesitamos los unos a los otros, pero sin perder la perspectiva de que es el Hijo de Dios el primero que nos propone vivir en comunión y comulgar. Evidentemente, también implica cargar con el otro, sentir sus dolencias y estar prestos para atenderle. Juntos nos llevamos porque Jesús nos lleva y Él se nos entrega en este momento y además nos regala a su Madre, y con Él nos hace vivir hermanos los unos a los otros.
Y pasado el ecuador nos vamos acercando al instante final. Esta cuarta palabra sería como el summum que escenifica el drama que se está viviendo, el grito estruendoso y ensordecedor, más que el de los instrumentos de nuestra Cofradía, que se acerca el momento culminante. Ese Dios omnipotente a punto de experimentar en sí mismo la muerte humana para arrancarle a ella su poder destructor. Cristo sufre por y con nosotros. ¿Qué valor tiene esto en nuestra vida? Él va a morir con la mayor fe y la mayor confianza, aun cuando parece que nadie le está respaldando. Pero precisamente por ello podemos estar seguros de que ese no es nuestro destino final. Sí un paso ineludible, sí, pero no el último. Lo último no es la desaparición física; no es la perdición. Lo último es ser conscientes de que ese grito que se mete en nuestros oídos, Dios Padre siempre lo va a escuchar. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?.
Y llega ahora la brevedad de la contundencia: Tengo Sed. Es probable que esta palaba nos hable hoy de la vergüenza del dolor que se expresa, entre otras, de estas maneras: enfermos del COVID-19 que mueren en ausencia de sus seres queridos; trabajadores sanitarios que no disponen de los medios suficientes; féretros en las morgues provisionales porque los servicios funerarios no dan abasto; insensatos que intentan infringir la ley; gestiones públicas en alguna ocasión, cuando menos, cuestionables. Sí, es Cristo sufriente en la cruz quien comparte sus sufrimientos con humildad y mansedumbre y por ese es capaz de exclamar: Tengo Sed. Él, nuestro hermano mayor, nos escucha. Y en este día, con insistencia, nos disponemos a escucharle a Él desde éstas, sus palabras en la cruz.
Y ahora la afirmación de que la vida de Nuestro Señor ha sido plena; que ha hecho única y exclusivamente lo que tenía que hacer; que ha hecho el bien. Y, sin embargo ¡cuánto nos queda todavía a nosotros para poder decir que estamos haciendo el bien! Porque el pecado sigue habitando en nosotros, decimos: «no todo está consumado». Porque vivimos en el mundo de las tinieblas, repetimos: «no todo está consumado». Este grito de Jesús anuncia, pues, el preámbulo de esa victoria que anhelamos, porque al afirmar Él, porque es el único que lo puede afirmar, que todo se ha concluido, el poder del mal ha sido derrotado, aunque permanezca ese todavía no. Lo decisivo ha sido consumado, pero la victoria final todavía no la podemos celebrar. Vivimos, nos movemos y existimos con la firme esperanza de que ese triunfo, cuando todos estemos en el Todo, llegará.
Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu. Y dicho esto, expiró. Ya no quedan palabras. Esa vida anunciada en el seno de la Virgen María por obra y gracia del Espíritu Santo; que se dejó bautizar por Juan en el Jordán junto a los suyos; que fue anunciando buenas nuevas; que fue curando y sanando a los enfermos físicos y espirituales; que padeció el hecho de ser tentado; que vivió la experiencia del desierto; que se siente solo en el trance final cuando acude a rezar al huerto y que, justamente ejercitando y llevando ese ejercicio de la libertad, ahora es clavado en la cruz para burla de casi todos, conserva inalterable la firme determinación de cumplir la voluntad del Padre. Muere elevando una oración confiada porque sabe, y nosotros nunca deberíamos olvidarlo, que su vida y la nuestra están en manos de Dios. Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu.
Y otro dato curioso para concluir: Las Siete Palabras de Cristo en la cruz se inician y terminan con la misma palabra: Padre. Porque son la expresión sublime del evangelio del amor que nos salva. Que siempre, cofrades de las Siete Palabras y de San Juan Evangelista, hallemos nuestras vidas en manos de nuestro Padre común y que su Espíritu ilumine las procesiones de toda nuestra existencia. Te pedimos que nos sostengas en esta peculiar e inusual experiencia que estamos viviendo; que acojas en tu seno a los hermanos fallecidos por el COVID-19; a todos los hermanos fallecidos a lo largo de los ochenta años de vida de nuestra Cofradía y nos alientes a seguir aportando y apostando por la vida entregando la nuestra y prevaleciendo, sobre todo, el firme propósito de irradiar el aroma de tu Amor. Que así sea.