Hemos llegado a la última palabra que Nuestro Señor Jesucristo pronunció. Es una palabra íntima, dirigida en exclusiva al Padre, al Abba, a Aquel del que dependió durante su vida pública puesto que nunca dejó de estar en comunicación con Él a través de la oración.
Grito y manos. En el momento final, Jesús “dando un fuerte grito, dijo: “Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu”. Así nos lo cuenta Lucas en su Evangelio. Se abandona precisamente al Padre porque Padre llama Jesús a Dios. Así lo hace en la Escritura, cuando le nombra como “mi Padre del cielo”. Pero si Jesús llama a Dios, Padre, el Padre también reconoce a Jesús como su Hijo en el momento en el que es bautizado por Juan el Bautista en el Jordán, cuando dice “Este es mi Hijo amado, en el que me complazco. Escuchadle”. Desde ese momento, sabiendo qué es lo que quiere el Padre de él, responde a su voluntad, de la que depende, obedeciéndole hasta el último aliento de vida.
En las manos del Padre. Jesús se abandona en las manos del Padre. En el momento más difícil, cuando parece que no hay salida, cuando no hay nada ni nadie a quién acudir, cuando todo el mundo le ha abandonado, incluso sus discípulos más cercanos, lo único que puede hacer es confiarse en las manos del Padre que siempre ha estado ahí. Abandonarse en las manos del Padre es abandonarse realmente en su Voluntad. Y Jesús, que está experimentando en su propio cuerpo el dolor y la angustia de la muerte física, se confía a esas manos que son seguras, que no abandonan, que acompañan, que sanan, que acogen, que abrazan, que consuelan, que quitan el dolor, que perdonan, que hacen todo nuevo, que rescatan, unas manos que sabe que no le van a dejar caer.
Encomiendo. Jesús no muere sino que encomienda el Espíritu, lo depone o lo entrega. El Evangelio de Lucas pone en boca de Jesús un antiguo salmo de su pueblo, el salmo 31, en el que también se utiliza la palabra encomendar. En dicho Salmo se habla, de ser acogido por Dios, de que le ponga a salvo, de que libere, de que le salve de la red que le han tendido, y al final del mismo aparece justo está última palabra de Jesús en la cruz: “a tus manos encomiendo mi espíritu”. En ningún momento de dicho Salmo, ni tampoco en el posterior pasaje de Lucas se habla de muerte o de morir sino de entrega del Espíritu al único que sabe que la puede recibir, al Dios fiel y leal que mantiene su alianza y su promesa, él, Jesús, que ha anunciado la fidelidad de Dios durante su vida pública.
Espíritu. Si por Espíritu entendemos ordinariamente el alma, como forma substancial del cuerpo, podemos guardarnos de pensar que esa alma de Cristo, su Espíritu, pueda estar en peligro alguno. Jesús no necesita que nadie encomiende su alma al Padre porque el Padre le conoce desde el mismo momento de la creación y el Hijo le está unido de forma hipostática, pues tiene un mismo origen divino. Él es el que le ha enviado para hacer su voluntad. En medio de este gran sufrimiento humano que asume, en medio de esa angustia que padece, acrecienta la confianza en el Padre, que sabe que no le dejará caer, sino que le rescatará. Jesús más que entregar el Espíritu, lo que entrega es la vida, esa humanidad que compartió con nosotros y que no quiere perder ni que se pierda. Le entrega el último aliento de vida para que el Padre se la pueda restituir cuanto antes.
En ese salmo que parece que Lucas pone en boca de Jesús, y que, que en los ámbitos judíos, se empleaba en la oración de la tarde y que dice “Sácame de la red que me han tejido, que tú eres mi refugio; en tus manos encomiendo mi Espíritu”. El profeta, claramente, asimila la palabra “espíritu” como “vida”, pues pide a Dios que preserve al pueblo de Israel y y no le deje caer ante los enemigos. Mientras que el salmista ruega a Dios que salve al pueblo de Israel de la muerte, Jesús, en la Cruz, por el contrario, con esas mismas palabras lo que está haciendo Jesús es aceptar la entrega de la vida. Pudiendo elegir no hacerlo, elige entregar la vida por todos nosotros, pues para eso vino. Jesús encomienda su Espíritu con la perspectiva de la Resurrección. Confía en el Padre la plenitud de su humanidad. Se realiza plenamente esa obediencia que Jesús manifestó al Padre al venir al mundo “He aquí que vengo para hacer tu voluntad”. Y la cumple hasta el último extremo.
Obediencia y confianza. Las palabras del Apóstol San Pablo son claras: “Se humilló a sí mismo, siendo obediente hasta la muerte, y la muerte de Cruz” Aquí tienen esas palabras su realización más plena, precisamente en el “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”
Esa obediencia empieza en su concepción y continúa hasta su entrega final. La vida de Nuestro Señor Jesucristo constituye un continuo acto de obediencia al Padre. El propio Jesús lo dice: “Mi alimento es hacer la voluntad del Padre que me ha enviado y llevar a cabo su obra” Esa era su alegría. La obediencia es el mayor de todos los sacrificios que se puedan hacer, fue un sacrificio siempre agradable al Padre. Jesús le obedeció en todo. Permanece nueve meses en el seno de María; fue llevado al desierto y tentado; se mantiene oculto en Nazaret durante su infancia y juventud, tiene una mayor sabiduría que la mayoría de los Sacerdotes del Templo, que debe de guardarse para sí; durante su vida pública pasó necesidad y soportó la feroz crítica de los que le perseguían; sufre al ser apresado como un vil ladrón y es clavado en la cruz, el más cruel de los castigos. Ha llegado la hora de cumplir ese último mandamiento del Padre, de probar la amargura de ese cáliz del que pidió al Padre pasar. Pero, ¡hágase tu voluntad, no la mía!
Cumplir la voluntad. Cristo murió porque él lo quiso así, porque quiso cumplir la voluntad del Padre, que no era, precisamente, que su Hijo muriera, sino que era salvarnos a todos los hombres.. En ese último momento, en el que dijo esa última palabra, nuestro Señor demostró toda su fuerza en ese grito desgarrador ese grito de muerte, pero no solamente fue ese grito, sino también el temblar de la tierra, la oscuridad del cielo, el resquebrajamiento de las rocas, el abrirse las tumbas y la rasgadura del velo del Templo. El temblor de la tierra y el resquebrajamiento de las rocas como manifestación del arrepentimiento, del derrumbamiento, de todos aquellos que llevaron a Jesús a esa Cruz infame, habiéndose dado cuenta del mal que habían hecho, como el Centurión se dio cuenta de quién era aquel que habían alzado en aquel madero junto a esos dos ladrones. Las tumbas se abrieron como anticipo de la gloriosa Resurrección que espera, y el velo del Templo se rasga para anunciar que ese sacrificio de Nuestro Señor destruye la muerte, que no tiene poder, que no tiene la última palabra, que es paso a la verdadera Vida.
Dar la vida. Nuestro Señor Jesucristo da la vida voluntariamente, nadie se la quita y la da por amor a todos nosotros, y para mostrar el amor que el Padre nos tiene. Lo dijo claramente a sus discípulos en la Escritura, y a nosotros también “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos “Y él da la vida, por todos nosotros. En la entrega de su vida se cumple el plan de salvación que el Padre tiene para cada uno de nosotros desde el comienzo de los tiempos.. Un plan que es para todos, para los buenos y para los malos, también para los que le llevaron y le clavaron en ese madero. Porque Jesús da la vida también por sus enemigos. En eso se muestra la bondad de Dios. ¿Cómo puede haber alguien en este mundo que no pueda amar a Jesucristo?
Encomendarnos. Nuestro Señor dejó su Espíritu en manos del Padre en favor nuestro, así nosotros debemos pedir a nuestros familiares y amigos que, en ese último instante, y siempre, encomienden nuestra alma al Padre con limosnas, plegarias y misas para nuestro favor. Es una obra de caridad, de las más importantes, orar por nuestros difuntos. Es verdad que, en muchas ocasiones, los que quedamos aquí nos olvidamos de los que se han ido, pero no podemos olvidar que, en la oración, y también en la Eucaristía, nos podemos relacionar con los que nos han precedido en el cielo. Nosotros, durante nuestra existencia debemos encomendar nuestra vida a la voluntad de Dios para que, cuando llegue el momento de partir al Padre, estemos preparados para presentarnos ante Él, esperando la gracia de su misericordia. Encomendamos lo que somos no solamente mediante la oración sino también con nuestra propia vida y con nuestras buenas acciones que han de ser coherentes con nuestra vida de fe.
Debemos encomendar nuestra vida a la gracia de Dios todos los días, sobre todo en la oración del final del día, cuando nos acerquemos a recibir el Pan de vida, la Sagrada Eucaristía y, sobre todo en el momento de la inminencia de nuestra muerte. En la oración final del día para que estemos preparados por si la muerte nos sorprende durante la noche. Igualmente, en el momento de recibir la Comunión, para que el Señor pueda entrar dignamente en nuestra casa, debemos encomendarle también nuestra vida y nuestro espíritu para que “solamente con una palabra suya baste para sanarnos”, y así podamos estar convenientemente preparados para recibirle. Y, por supuesto, debemos encomendar nuestra alma en el momento de nuestra muerte para que pueda salvarla.
Dios atiende la súplica. Dios Padre oye el grito desgarrador del Hijo y responde pronto a esa entrega y a su petición, acogiendo su Espíritu, resucitándole al tercer día, como dicen las Escrituras, restituyéndole la vida pero ya no mortal, sino inmortal, Antes de la Cruz la vida de Jesús era una vida sujeta a la sed y al hambre, a la fatiga y a las heridas, como la de cualquiera de nosotros. Después de su muerte, la vida le es restituida. La vida de Jesús es una vida transformada, de corpórea a espiritual. Porque Jesús entrega la vida para vivir. Y esa entrega de la vida es garantía de que nuestra muerte no será nuestro final, que nuestra muerte no destruye nada, sino que es garantía de que nuestra vida también será transformada.
En nuestro Bautismo participamos también de su muerte y muriendo al pecado y naciendo a la gracia porque carga con todos nuestros pecados y nos libera y nos hace libres.
Te damos gracias Padre, por Jesús que nos fue tan cercano, arrancado injustamente de nuestro mundo. Te damos gracias por la amistad que regaló y por el testimonio que derramó hasta el último momento. Te damos gracias Padre, porque con el sufrimiento aprendió a obedecer y con su compromiso hasta el final se convirtió en una persona admirable, digna de ser amada. Te rogamos, Padre, que no se pierda nada de su vida; que los que vengan después en la historia respeten lo que fue sagrado para Él; que sus palabras y obras nos sirvan a todos de ejemplo y de orientación. Queremos, Padre, que continúe viviendo en la oración de nuestras comunidades, que penetre nuestro ser y nuestro vivir diarios para seguir con el empeño de tu reino, comenzando por nosotros, porque nadie da lo que no tiene. Bendito, seas, Padre, por nuestra redención.
D. José Miguel Reula
Diácono permanente en la parroquia de Cristo Rey