“Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María de Cleofás, y María la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre. ‘Mujer, ahí tienes a tu hijo’. Luego dijo al discípulo: ‘Ahí tienes a tu madre’. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa.”
“Jesús eligió el camino más difícil: la cruz, porque allí donde se piensa que Dios no pueda estar, Dios ha llegado”, dice el Papa Francisco. Pues Dios es tan inalcanzable que se muestra en lo alto del madero, a la vista de todos, con un cuerpo roto de dolor. Tan grande y tan pequeño; tan fuerte y tan frágil a la vez.
Y he aquí que, ante tal expectación y desconcierto, en el reducido grupo que tiene el coraje de acompañar a Cristo en sus horas finales se destaca una mujer excepcional. Es María de Nazaret, la madre del Redentor: la mujer que hoy veneramos como siempre virgen, como verdadera madre de Dios, como criatura concebida sin mancha de pecado original, y asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo después de terminar el curso de su vida terrena.
En la tarde del Viernes Santo —por voluntad divina— María ha sido hecha nuestra madre, y todos nosotros (representados en el Calvario por el discípulo amado) nos hemos convertido en hijos suyos. Hijos que tenemos en nuestras manos la oportunidad de continuar su legado de virtudes. Es precisamente la Virgen María, quien compartió los padecimientos e incomprensiones de su Hijo, y por ello mismo, la que es partícipe de la obra redentora de su Hijo, nuestro hermano y Nuestro Señor.
Ella estuvo con Él en el impropio e incómodo lugar para nacer, el pesebre.
Ella estuvo con Él en la huida a Egipto, como una familia de exiliados.
Ella está con Él ahora, en la agonía y el tormento de la crucifixión.
Ella estará también con Él cuando su cuerpo sea bajado de la cruz y puesto en el sepulcro.
Según el evangelio de san Juan, María –con un grupo de mujeres entre las que se encuentra María Magdalena– está “de pie junto a la cruz” (Jn 19, 25). Es interesante por significativo ese ligero matiz referido a la distancia. Es como si, después de la crucifixión, hubiera transcurrido ya un cierto tiempo y, ante la cercanía de la muerte de Jesús, se hubiera permitido a sus seguidores acercarse hasta la cruz. Nada podían hacer ya por Él y nada podían hacer para impedir la ejecución de la condena.
Pero a Jesús le quedaba un trascendente encargo más que cumplir. Deseaba confiar a su Madre, María, la custodia del discípulo amado y encargar a este la atención hacia su madre.
El texto evangélico nos dice que, desde aquel momento, el discípulo “la acogió en su casa” es decir, la recibió como a su propia madre. La tradición cristiana ha venido atribuyendo un sentido espiritual a estas palabras de Jesús. El Concilio Vaticano II dedica una atención especial a esta presencia de María en el Calvario, y durante la celebración del mismo el papa Pablo VI dedicó a María el hermoso título de Madre de la Iglesia.
Esta tercera palabra de Jesús desde la cruz nos lleva a contemplar el misterio de la Iglesia, heredera de la ternura de María y de la fidelidad de los discípulos de la primera hora. Y nos lleva también a recordar nuestra deuda de amor con nuestra Madre; a dar gracias incesantes por este gesto de amor incondicional de ampliar nuestros lazos de sangre a los lazos de la fe, para que seamos mucho más hermanos y para que vivamos más humanos.
Por eso nos resulta fácil comprender que la presencia de María junto a la Cruz no es simplemente la de una Madre junto a un Hijo que muere. Esta presencia va a tener este significado fundamental. Jesús en la Cruz le va a confiar a María una nueva maternidad. Dios la eligió desde siempre para ser Madre de Jesús, pero también para ser Madre de la humanidad, Madre de la iglesia.
Muchos anduvieron curioseando la pasión y muerte del Señor. P ro hay un detalle: no todos estaban cotilleando o cumpliendo una orden de Pilato. Hubo dos que no lo abandonaron, ni siquiera en el culmen del dolor y del suplicio. Estas personas lo conocían y lo querían. Eran su madre, María y el discípulo fiel, a quien identificamos como Juan. Eran su familia en la tierra.
Hermanos cofrades de las Siete Palabras y de san Juan Evangelista de Zaragoza, fieles todos aquí congregados en esta plaza sin igual, os invito a que durante esta procesión podáis llevar en vuestros corazones a vuestras familias, te invito a ti, que estás escuchando esta predicación pública, a que coloques a los pies de la cruz y bajo el amparo del Pilar a tu familia. Cada uno de nosotros provenimos de una familia concreta y conocemos desde dentro las luces y sombras, las alegrías y las penas que tienen y padecen.
Cristo de la cruz, con fe te encomendamos a nuestras familias. Que tu entrega las sane, que tu cruz las redima y que tu muerte se convierta para cada una de ellas en fuente de vida y salvación.
“Oh Jesús, hijo de María, junto a la Cruz, tu madre está de pie, conmovida; a su lado, tu discípulo amado” (López Amozurrutia, 2005).
“Oh, Señor Jesús, que, en la hora suprema de la cruz, no las diste por Madre; haz que sepamos imitar su fidelidad y que vivamos fielmente como miembros de la Santa Madre Iglesia”
“Recibiendo la bendición de ser hijos de María, queremos ser entrega y acogida en el seno de tu Iglesia” (López Amozurrutia, 2005). Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.
A mi padre, José.
A Mateo, hijo de Luis y Lola
A José Manuel, hermano y amigo A Carlos, sufriente, hijo de Carlos y Marisa
Rvdo. D. Fernando Urdiola Guallar
Consiliario de la Cofradía de las Siete Palabras y de San Juan Evangelista